lunes, 26 de abril de 2010

EL TRABAJO OS HARÁ LIBRES. Cuentos. Espido Freire. Editorial Páginas de Espuma.

Hay que ser valiente (o inconsciente) para titular un libro así, aunque sea en español. Las connotaciones del Arbeit macht frei de Auschwitz no parecen estar muy presentes en la memoria de la autora, lo que da pie a muchas interpretaciones. ¿Es la falta de respeto o el ejercicio de una libertad en la que el espacio emocional ajeno no tiene importancia? ¿o es la descontextualización de los significados históricos? No parecen ni unos ni otros, cuando uno deambula por el texto. No hay ni referencias a aquellos ni parece haber referencias a estos. Son más bien relatos apilados de muy dudoso interés literario. No es que no se aprecie una cierta agilidad en la pluma de Espido, como en el primer relato "Ceud mile failte", pero ¿adónde la conduce? A un asesinato atroz de una mujer aislada e idiotizada que acaba matando a un tipo egocéntrico, casi sin que venga a cuento. Aquí sí que merece la pena analizar los argumentos, porque enseguida aparece otro asesino que va a Venecia a hacer un trabajito, y se enamora de una silueta a la que no podrá conocer porque nunca podrá volver a Venecia. Mira tú. Como la chica que deja que la tarántula pique a su novio, sólo porque discutían mucho (esto es lo único que se dice de la relación). El truco de la tarántula está bien, es efectivo, pero el devenir hacia ella... De "la imitadora de voces" ni siquiera sé qué decir. Sin embargo, "la venta de las novillas" es ya un texto más trabajado, en el seno de la tradición del mejor relato español, que nos recuerda a Clarín. Hay en ese texto la recreación de un cierto mundo, detalles narrativos eficientes y sutiles (las manzanas, los gestos, los carácteres) y un entramado social y familiar que nos remite a otro tiempo, quizá a los cincuenta. Es eso lo más débil, quizá. Se nos hace anacrónico. "Sin Hada" es lindo. "De la niña de todos" no sé qué decir. "Mimo" es, en los pequeños detalles, si no fuera por una cierta estupidez de los personajes y por una temática de una superficialidad leve (además), un cuento con algo que decir. Hay en "viaje de regreso" algo de lo que hablamos en "La venta de las novillas". Son, sin duda, los dos cuentos mejor trabados. Y hay, en ese final, un giro no efectista, cuando de la venganza posible se pasa a una sugerencia de suicidio, a un viaje interior hacia la muerte, embellecida. Ese cambio me alienta, una sutileza que se echa de menos en los otros textos. "Las nuevas normas" recurre a la recurrencia del destino familiar, aunque es muy evidente desde el principio. No esconde Espido los aconteceres. Saca sus datos como diciendo: "atiende a esto, que aquí luego va a pasar algo". "Herencia" e "Italiana" son para olvidar, y "la carta de Guilles", con un poco menos de vuelo, trata de establecer un tríptico con las "novillas" y con "viaje de regreso". Un libro flojo, mucho menos de lo esperado, mucho menos de lo que el talento de Espido puede dar. Y en el que falta un cierto hilo, un juego de significados, una resonancia. No sé, en el que falta ese "algo" por el que adoramos los cuentos.

domingo, 25 de abril de 2010

GRISÚ. Esther Ramón

Aventurarse a decir algo sobre la poesía es siempre un caminar por el filo de un derrumbe /soñando como máxima ventura / permanecer en él. En el caso de Grisú, de Esther Ramón, tengo la impresión de que ese filo se estrecha. Sin que esto signifique necesariamente virtud ni vicio. Creo que la lectura de Grisú debe romper la linealidad del texto, debe hacerse de arriba hacia abajo y de delante hacia atrás, con sus respectivos viceversas. ¿Cuál es la puerta de entrada para aceeder a Grisú? Si visionamos los textos, su forma más externa, encontramos esas ristras que parecen caer como estalactitas. No parecen ser las puertas. Vistas de lejos, sus significantes se asemejan. Sin embargo, cada una de ellas contiene un animal mítico; cada poema es una Quimera. Y aunque sus partes no son siempre iguales, a lo mejor no son tan distintas. Están hechas de humo, de tierra, de oscuridad, de piedras preciosas, de gas, de agua, de luz, de color, de pequeños animales y de hombres sin rostro. Algo cambia de estado, como el humo desaparece. Pero algo también lo nubla todo, lo apaga y lo esconde. Como la noche, como la tierra. Una tierra yerma, la de los cultivos quemados. Estos espacios, repletos de túneles y galerías, de espacios cerrados en donde "una espantada / de ratas / que argumenta" resuelven su propio significado poético en los definitivos "no hay voces /en los túneles / no hay / voces". Es el espacio de la muerte ("el aire que prende fuera /del alcance / de su aliento") y es a la vez el espacio del diamante. Por sus veredas vagan inevitablemente los campesinos y los mineros. Nadie representa mejor que ellos la morada poética de este texto. Siempre al borde de la muerte, representada por un obstáculo, por una sirena. Y al mismo tiempo en contacto con los metales, con las piedras preciosas. Incluso la esmeralda sueña otro espacio. Es un espacio crudo y es un espacio tierno. Hay un verso delicado, conmovedor, que casi lo justifica todo: "y en silencio buscamos/sus aristas rozándonos/ los dedos cerrando/al salir la puerta/con infinito/cuidado" No es la muerte en sí, es la inminencia de esta. Late la pregunta de qué o cómo pierden la voz, los hombres (no se les oye por ninguna parte) y en eso parece colarse ("y entraron /partículas de sol") una cierta mirada social (más de afinidad, de empatía, que de denuncia) hacia el trabajador manual (básicamente minero y campesino). Pero no es este árido espacio el único del texto, en el que el desierto y el hielo "que encierra" son también creadores de túneles y galerías. Los otros elementos fundamentales son el agua, el color, y el sonido. Es la lluvia el objeto del sueño, polinizador de tierra, espacio del amor casi (dos conejos blancos escondidos en un pozo). Falta el agua en el desierto y en la tierra seca, falta agua en el hielo. Por eso aparece siempre como sueño, en relación con la luz (con el color): "contra las tablas / sobre los colores /la lluvia invocada" y con el sonido, como en ese último verso del libro: "y que se escuche / esta piedra / que choca contra el agua". Brota entonces la esperanza. Hay un cierto paisaje de la meseta castellana en el texto, en el que no sólo la tierra seca y un silencio crudo lo recorre todo, sino que están también los grajos, pájaros que con sus picos (motivo repetido y repetido, como un trasunto de los picos de mineros y campesinos) parecen buscar también en los espacios escondidos. Sólo en la pintura y en el sueño aparecen animales de otro ámbito. La pintura, el color, la imaginación. Es, pues, Grisú, un texto telúrico, lleno de realidades disfrazadas de Quimera, que intentan engañarnos, confundirnos. Es un texto de hogueras y fríos, de gases y hielos, de metales pesados y metales preciosos, de crudas tierras y colores vivos, de muertos y niños. Es un libro de Grisú; un gas explosivo cuyo origen es el mismo que el del carbón, que el del diamante. Morir o brillar. "Yo sólo veo / cultivos quemados / y una ventana / siempre abierta"

jueves, 22 de abril de 2010

GEMA Y PAVEL en Madrid. 21 de Abril de 2010.

En cierto sentido, para aquellos que consideramos la música de Gema y Pavel no sólo en abstracto, sino deudora de sus inolvidables directos, ayer fue, en Madrid, un día histórico. Tres años después de aquel día de Junio de 2007 en que Gema se empezaba a despedir, y dos años después de su último concierto en Madrid, volvieron a cantar en nuestra capital. El carácter histórico, me digo, no derivaba sólo de la nostalgia de los amantes, ni de una vuelta tras la delgadez que deja lo injusto (¿Cómo cambia una voz después de una larga reclusión? ¿Cómo cambia la expresión de la voz, la expresión de una línea melódica repetida y repetida durante años?), sino de lo propiamente musical, de lo propiamente artístico.
Yvonne y yo nos mordíamos las uñas hasta los nudillos, antes de empezar; ese espacio sagrado del Madrid de los últimos 15 años; los conciertos de Gema y Pavel, las descargas de Gema y Pavel, al que nos habíamos acostumbrado y del que nos habíamos desacostumbrado, estaba a punto de ser, de nuevo. Y empezó a ser con una nueva serenidad, desde un "déjate llevar" quedito hasta la "locura". Hubo casi lágrimas en "Madrigal". Y digo casi por no atreverme a valorar, por mi mismo, cuando una lágrima es, y cuando deja de haber podido ser. Pero hubo, en esta noche de miércoles, algo nuevo. Y de eso sobre todo quisiera hablar. Porque nosotros, como los niños, tenemos querencia por las cosas que nos gustan, nos complacemos en escuchar, repetir y cantar, las letras que nos sabemos, nos complacemos en volver a escuchar el arreglo y la instrumentación conocida, y dejamos la admiración para ese breve espacio de la improvisación vocal en la que Gema es maestra y de la improvisación instrumental en la que Pavel es maestro. Pero, quizá con la perspectiva del tiempo, quizá por el nuevo contexto de Puerto Rico y Estados Unidos, quizá por la experiencia personal o por una madurez artística, ayer, menos fue más. Como le gustaba decir a Rulfo: "la herramienta es mucho más la goma que el lápiz". Pavel descargó la parte instrumental, la guitarra, hacia un aumento de los silencios, y la roció de una nueva y sutil polifonía, que convertía la independencia vocal anterior del dúo en un espacio abierto a terceras y cuartas voces. En lo instrumental, permitía el asomarse del contrapunto en donde antes reinaba la armonía. Inmediatamente, entonces, la aparición de ese nuevo espacio generaba una serenidad en la que las voces ganaban (a pulso, sosteniendo el reto) presencia, sin necesidad de aumentar la intensidad. Y, en eso, después de años y años de escucha, sentí el viejo hálito del dejarse sorprender. Es lo que distingue a los grandes artistas; que aún ganado un espacio maduro desde hace años, pueden seguir por las veredas del filo, por esa delgada línea en donde no parece haber ya más espacio, y, bajo los guijarros, sentir en la noche / con la mano el tenue / latido / de una luz.
Digo esto al contrario que Orfeo tras su mirada que a sí mismo mata. Después de ver la luz /quedarse ciego / para asomarse a tientas / a la vereda / en la que ya la primavera / luce sus rojos. Y oler de tanto verde /a nado / tocar la orilla.
Lo digo con la razón, subiéndome a la escalera del pensamiento, conteniendo la única manera de traducir lo intraducible, conteniendo de a ratos el gorgoteo de la poesía. Porque en aquella sala había tantas emociones juntas, tanto de amor se agrupa en mi costado, como casi hubiera dicho el pastor de Orihuela, que escuchar con los oídos y pensar con la cabeza fue cosa de locos. Los cuerdos nos dimos al corazón, que es lo nuestro.

domingo, 18 de abril de 2010

EL VOLCÁN

Ha estallado el primer petardazo del volcán de Islandia. El segundo, en realidad, pero es en verdad para nosotros el primero, porque su eco, su nube, su ceniza, ha podido ir más allá de sí mismo, conmocionando Europa. En lo personal, ha estallado una semana antes de que voláramos hacia la misma Islandia, para acatar las menudencias del glaciar del Norte. Nos ha anulado el viaje, y probablemente su sustituto, el Inari, en Finlandia, ya que el espacio aereo finlandés es todo ceniza. Por otra parte, mi curso con Rolf Hoogland, que debía empezar el viernes, ha tenido que ser cancelado. Rolf no pudo volar desde Amsterdam. En el recital poético de ayer, Carlos no pudo estar, mi encuentro con Ernesto García, en torno a las exquisiteces gaélicas, se veía afectado por su encierro en el aeropuerto de Roma. Sin embargo, una linda serenidad lo ocupa todo. Más allá de nuestra rabieta primera, reflexionemos sobre cómo una simple erupción altera nuestros ritmos, nuestros mundos. Seamos germánicos y no mediterráneos, como le hubiera gustado decir a Ortega (uno de estos días hablaré de Ortega). ¿Suponíamos acaso que nosotros podíamos conducir el devenir del mundo y el nuestro propio? ¿no pensaríamos acaso, como infantes jugadores deidosos, que el orden, el horario que habíamos establecido, era una realidad que iba a ser cumplida? Nos hemos acostumbrado a modelar el acontecer según los criterios de esta "alocada locomotora de la historia", como le gustaba llamarla a Walter Benjamin. La naturaleza, en un simple gesto, ha sido capaz de burlarse de nosotros. Imagino las reacciones a las acometidas del volcán. Las pérdidas de aviones conllevarán pérdidas millonarias, negocios no cerrados, faltas en el trabajo, en definitiva, hechos absolutamente "necesarios". En lo personal, acepto los brotes de la lava con absoluta tranquilidad, con mucha más que al descubrir la privatización de la gestión de las licencias públicas (el último grito en la descuartización del país). En lo colectivo, el gesto es una llamada a reconsiderar los conceptos de "necesario" e "imprescindible". Lo que obligará a replantearse el ritmo y todo el entramado en el que delegamos nuestras preciadas vidas, inconscientes casi. La plasticidad neuronal hará que el olvido vuelva a imponer el ritmo a la locomotora, y así hasta una nueva erupción. Nos adaptaremos a los volcanes sólo si la continuidad se mantiene. No hagamos de la falta de ley nuestra nueva ley, no nos volteeemos como un rebote. Pero que el tiempo de la escritura, ese pequeño detén que permite al pensamiento ejercer y al hombre ser, realmente, sea nuestro verdadero tiempo. El de la vida. El de una vida humana. Más allá de las ideologías, hay volcanes que nos emiten la posibilidad, si no de hacernos nuestros, por lo menos de pensarnos nuestros.

PERFOURMAS. Librería La Fugitiva, Calle Santa Isabel, 7.

PERFOURMAS. Allí están; Oscar Curieses, Nacho Miranda y Chús Arellano. Sentados frente al público, arremolinado entre los escaparates, sin orden. Miran de frente, en silencio. Establecen la confrontación entre lector-poeta y público. Miran manteniendo el silencio, seguros. Y luego hablan, presentan su alegría de estar allí, su agradecimiento, y presentan también a Carlos, a Carlos Fdez López, al que el volcán dejó en Londres. Pero que estará también, a través de Skype.
Empieza Oscar. Quiere presentar cuatro poemas de "Dentro". Se levanta y le da el libro a una chica del público, diciendola "entra". Ella se sienta, y lee. Cuando termina, se levanta y ella hace lo mismo con otro. Después se lo piden a Sandra, después a otro... Siento en esta forma una ruptura de la mirada inicial, de la ruptura entre el poeta y el público, de la ruptura de una cierta posesión del texto, de la voz. Como si dijera: "Toma, te entrego el texto, el texto vino de mi, pero esa voz es de todos, ahora es tuya, puede ser dicha por todos, una vez creada ya no me pertenece" ¿Y por qué dice: "entra" y no cualquier otra cosa? Parece provenir del propio libro, cuyo título es "Dentro". Para formar parte de él debes "entrar", entrar dentro (este sonido me llama a la poesía, como heraldos negros). La voz se prolonga más allá del libro, entonces, puedes entrar y salir, formar parte de una especie de burbuja de voz. Debes traspasar la línea, situarte en la línea frontal, frente al público. Hasta dónde puede llegar esta idea se me escapa, pero intuyo una verdad mayor. Después, de su otro libro, aforismos sobre la pintura, lo entrega en rollitos de bacon, rodeando al bacon. Desenrollas el papel, y antes del Bacon (descaradamente con mayúsculas) está el texto. Han sido entregados por toda la sala. La voz viene desde cualquier lado, todos leen los textos. Son aforismos sin orden, un caleidoscopio de la pintura. Se ha roto, de nuevo, la línea de la voz. Pero también el formato. El poema, lo poético, incluso, puede venir de nuestros espacios más cotidianos, y no debemos asustarnos en devolverlos a ellos. Hay una democratización de la voz en la mirada performática de Oscar (quiero pensar que es algo no privativo de él, sino resultante de la interacción de los cuatro) y está también la rabieta vieja contra el poema libro, contra la institución, y todos los espacios que implica; un mundo de connotaciones rígidas, sobre todo decimonónicas, que la institución y nosotros arrastramos como una pulka idiota, connotaciones sobre el poema, sobre el poeta, sobre el libro. Entonces entra Nacho, que ya se ha colocado en un espacio especular al de la "línea primera de dicción", donde aquel silencio primero, la confrontación con el público o el homenaje al silencio. Desde allí rotura Nacho el tiempo, no tanto el espacio derridariano sino el tiempo. Establece los ritmos propios de sus textos, en varios planos; no sólo en el sentido musical, en el que la repetición de palabras o sonidos van creando un cierto Melos y un cierto espacio rítmico, sino también con los significados derivados de conexiones significantes repetidas y conexiones nuevas. Hay un ritmo semántico. O no hay, se crea, desde la escucha, casi sin tiempo. Es importante decir "sin tiempo".Porque es un espacio de relaciones y no una significación concreta. Son significados que apenas pueden llegar al logos. El camino iniciado por Mallamé y seguido por tantos otros, puesto en escena, reduciendo el ritmo, haciendo de ese espacio semántico algo único, presente, impidiendo, en esta performación (que no excluye la de la lectura) la creación del espacio semántico reflexivo, lento. Va de blanco, y sobre él se proyectan imagenes, grafismos, imágenes del muro, las llamaría. ¿Pero qué me dicen? ¿Qué cambia la proyección? No podría decir mucho. Pero si me lo imagino sin la proyección, hay un pulso que falta; falta un empuje, un vértigo que apoya los textos. En lo visual me inquieta. Entonces sale Chus y rompe el espacio en círculos, deshojando el alfabeto. Es una tercera forma de romper el espacio. Después lo recompone a medias, con la participación del público. Son de nuevo los fonemas dichos al son de sus saltos de izquierda a derecha, no sólo el fonema entre corchetes sino su repetición, su ritmo, su longitud. Su actualización. Y para eso se necesita una voz común, la de todos. El espacio del lenguaje debe ser un espacio ampliado, común, público casi. Y lo es. Dice entonces sus ingeniosos textos en los que reflexiona sobre las leyes contradictorias del lenguaje, sobre su ser. Y entonces se oye a Carlos, diciendo, atrapado por una nube de ceniza, los textos germinados en "Vitral". Decir algo sobre ellos es aventurarse al fango. Llenarse las manos de leche/intentando tocar su centro. Después se proyecta, sin solución de continuidad (como deben ser las cosas bien hechas), la instalación de los dibujos de Héctor con los textos de Carlos, que añaden a la imagen la sugerencia de la sombra. Por exigencias de la naturaleza, la voz de Carlos ha venido por Skype. Por exigencias de la naturaleza el espacio se amplia; estar sin estar. Decirse, como Petrarca, no desde otro tiempo sino desde otro espacio. La descentralización del centro. Terminan Chus, Oscar y Nacho en triángulo. Una nueva configuración del espacio, entre el público y fuera de él, diciendo en común. Es la reclamada forma de la poesía; la del espacio común. En la que el poeta, aterrado de Yoes, acepta por fin que su voz no es sólo suya.

sábado, 17 de abril de 2010

De qué hablo cuando hablo de amor. Raymond Carver

El título del libro de Murakami me trajo de nuevo a Carver, con la intención de saldar una cuenta antigua. Hace ya años que leí "De qué hablamos cuando hablamos de amor", y mi horizonte de expectativas, creado de la mitología personal de sus lectores fan (sobre todo de las hermanas Trinidad) y del cierto mito del propio Carver, tras su muerte, cayó hecho añicos. No encontré en aquellos relatos el hálito de vida que encontraba en Poe, en Tolstoi, en Hemingway, en Cortázar, en Borges, en Angel Santisteban, en Clarín... (con Chejov tengo todavía una deuda, quizá por propia ignorancia aún sigo sin poder ubicarlo en este Párnaso). Tras la lectura, hay algo que ha cambiado, pero necesito reflexionar en voz alta sobre el espacio que crea. Ese espacio "a punto de suceder", la inquietud de los posibles, no me permite orientarme. Es sólo literatura para inteligentes, me digo. Igual debo reconocer que no asumo el vértigo de lo real, que necesito las soluciones lineales de lo ficcional. Es evidente la continuidad que los relatos de Carver tienen con respecto a los mejores de Hemingway (Hills like White Elephants y The Killers se me vienen ahora a la cabeza), pero hay otro espacio, aún más crudo que en Hamingway, en Carver. El tema de la pareja es central, pero es absolutamente parcial, de una oscuridad casi caricaturesca. Es innegable la verosimilitud, pero me pregunto por qué llevarla tan lejos. Si hiciéramos un catálogo temático (subjetivo, claro) de todos los relatos que componen What We Talk About When We Talk About Love, y, aunque de entrada me horripila la idea, quedaría algo así como: abandono-abandono-infidelidad (y alcohol)-infidelidad (ilusiones perdidas)-nostalgia-infidelidad (incomunicación)-egoísmos-locura-cáncer (y envidia e inseguridad, no sé, aunque hay también amor)-idiotez, frialdad, muerte - infidelidad, soledad - infidelidad, violencia - homosexualidad - ruptura, y muerte - incomunicación, y amor, casi - rupturas, separaciones, soledades, lo por venir - ruptura, abandono.
Vale, me digo, no lo he conseguido, el intento es claramente inútil. Por eso me horrorizaba incluso antes de intentarlo. ¿Entonces? Hay pocos resquicios por los que el amor se pueda colar. El alcohol parece ocupar un espacio grande, la separación, la soledad de los personajes, también. Es una soledad familiar, de pareja, pero es también espacial, la valla entre Cliff y Sam, las cercas de Dummy, las ventanas desde las que los personajes lo observan todo, la oscuridad de la cocina en la que los cuatro personajes se quedan solos, una vez desaparecida la ginebra. Y está también la carretera, el paisaje, gigante, brutal, capaz de abandonar a sus habitantes, capaz de reducirlos de tamaño. Y esas casas abiertas, y los tejados, alejados la distancia eterna de una piedra que vuela en busca de nadie. Es un espacio sucio, en todos los sentidos, las connotaciones de esos espacios son siempre decadentes; el bingo, el aeropuerto, las casas, sobre todo las casas, el espacio en el que América del norte guarda y esconde sus miserias, el espacio en el que sus personajes se abandonan y son abandonados. Queda un mundo deshumanizado en el sentido filosófico, ideal, del término, humanizado en el sentido real. Empiezo a comprender a Carver. No soy partícipe de ese mundo ni me parece necesariamente más literario que cualquier otro, a pesar de que las tendencias americanizantes de las útimas décadas así los subrayen (vaya por delante mi desconocimiento de las tendencias actuales, si fuese posible conocerlas), desde luego en América latina y, poco a poco en España. Pero hay algo más, Carver hace más uso de la goma que del lápiz, como le gustaba decir a Rulfo. Y hay en eso una capacidad y una valentía narrativa. La que nos permite acceder a ese espacio ajeno. Y al propio, a ese palmo de espacio en el que nuestra imaginación decide y completa.

jueves, 15 de abril de 2010

SALOMÉ

Volví al Real el Martes, antes de que la medianoche nos hiciera celebrar de nuevo la Segunda República, que la enana Lucía, con sus seis años, nos recuerda cada año. Salomé. Sobre el texto de Wilde, que había leído ya hace cerca de diez años. De aquel texto recuerdo una cierta vaguedad hasta el momento en que Salomé y Herodes se miran, quizá hasta que ella le pide lo que quiere a cambio de la danza. En la Ópera fue igual, la orquesta sonaba demasiado fuerte, los cantantes cantaban sin, como me acaba de decir Rosalía Pareja que le dijo Baremboim a Perianes, el hueso de la aceituna, el centro del sonido. Todo hasta que ella le pide la cabeza del bautista. El texto sustenta en este momento a la Ópera, y lo que es más sorprendente, ¡¡sustenta también a los cantantes!! A partir de ese momento, superada la danza de los siete velos, de una cierta vulgaridad, para mi gusto, Herodes y Salomé toman el escenario, sus timbres se aclaran (más el de Herodes, mejor), sus voces se agrandan (no en el sentido lírico) y se equilibran con la orquesta, y empieza el preludio del drama, cuyo comienzo estalla con la presencia de la cabeza del Bautista y su encuentro con Salomé, que, como una ola, se acerca y se aleja de ella, en un acierto de dirección de actores y de actuación. Pero, me digo, me pregunto. ¿Qué busca Salomé en la cabeza del Bautista, qué busca Salomé en sus labios? La interpretación del fatum no me satisface, culpar a Salomé de los actos de Herodias me parece demasiado vacío, hacerla continuación de las "maldades" de aquella, también. ¿Es sólo un deseo? ¿Es sólo el capricho de una mujer que no soporta que la nieguen, que la rechacen? No, me digo, no puede ser. Debe haber algo más. Hay en la gravedad de la voz de Jochannan un algo, algo en la voz, algo en lo que esa voz dice. Dos enormes tesoros. El de la palabra y el del vehículo de la palabra. ¿Es eso ante lo que Salomé sucumbe? ¿Confunde, como los médicos, la voz con la lenguaa, con los labios, con la laringe? ¿Se equivoca al quitarle la vida, al faltar a la verdadera fuerza generadora de voz, de palabra? Sin duda sí, y sin duda no. Pierde el objeto de su deseo a la vez que constata que la voz sigue latente, que la dirección de las palabras del Bautista son ya independientes de él. Jochannan ha nombrado a Dios, al hijo de Dios, al Mesías. Quizá al nombrarlo lo alumbra. Y este advenimiento es ya un hecho. Ni siquiera Salomé lo perturba. ¿Pero no, es, en realidad, el nombre de Dios lo que busca Salomé? Dios está en las palabras de Juan, en su boca. ¿Es la boca que nombra o el Dios nombrado lo que la enloquece? ¿Encuentra en el sabor amargo de la sangre del muerto el hálito de Dios? Es probable, me digo, pero Dios es sibilino, nos hace suponer que la búsqueda destina hallazgos, cuando es esta la verdadera respuesta. En la voz de Juan cabe el Dios nombrado y el Dios que nombra, a través de Juan. Es él mismo el anunciado y el anunciante. Eso lo comprende bien Salomé, lo siente, lo desea. Desea a Dios, como todo mortal. Y es ese deseo de la voz, y la voz misma, viva, querida Salomé, la verdadera cara de Dios. En la tragedia por la muerte de Jochannan y en la tragedia de la perdición de tus actos, de tu equivocación, lo comprendes de golpe. No es tarde, es sólo que el contacto con la verdad araña, rasca, y duele, querida Salomé. Mientras ajena a ti la voz camina firme por la afueras de la Aelia Capitolina.

martes, 13 de abril de 2010

DE QUÉ HABLO CUANDO HABLO DE CORRER. Haruki Murakami, Tusquets. 2010.

No encuentro mala idea la proposición inicial del libro. Es cierto que, como en el título de Carver, los significantes aparentemente más sencillos encierran, una vez que el pico pica por primera vez, en el exterior, una laguna de connotaciones mucho mayor que la de las denotaciones. Pero desde allí me tambalea la duda. ¿Debo dejarme seguir por el entretenimiento de Murakami? ¿O rebelarme contra la aglutinación de obviedades y Topoi conocidos? Hay un juego paralelo entre el correr y el novelar. Cierto. No es nada nuevo, y, desde luego, los vasos comunicantes no son Las Palmeras Salvajes. ¿Se propone Murakami romper la idea de la separación entre cuerpo y alma? ¿Quiere sumarse a propuestas holísticas entre lo artístico y lo físico, entre lo intelectual y lo biológico? Me pregunto si el espacio de esta escritura no es sino un homenaje a la carrera, al footing, del mismo modo que pudiera hacérselo a su sombra, o sólo un encargo de editores con ánimo de lucro. Mi conocimiento de los textos de Murakami llega tan sólo a los relatos cortos de After the Quake, y de Birthday Stories, que leí en las ediciones inglesas revisadas por el propio Haruki. Así que no conozco sus novelas. Eso es obvio. Pero tampoco me parece prioritario. Él se presenta con la imagen del corredor de fondo, el novelista - corredor de fondo, de fibra roja. El anti Edgard Allan Poe, el anti Baudelaire. Pero se presenta también con alguno de los atributos de estos; con una cierta misantropía. Una misantropía concreta, a la cuál le ayuda la actividad individual; el correr. Le permite estar sin estar, y sólo relacionarse más allá del telón del estatuto de la ficción. Supongo que se dispone a sí mismo en el teatro de la narración de un modo exagerado, pero aquello no me da más que una información: hay, al menos, dos tipos antagónicos de humanos. Pero no hay reflexión más allá, no hay resolución del enigma, no hay preguntas dirigidas. Por supuesto, de otro lado, el correr le permite reflexionar sobre la escritura, no sólo a través de la reflexión, sino a través de las vivencias paralelas. Tampoco es una idea como para quitarse el sombrero. Hay un cierto Delfos en la actividad de la carrera, claro, una vía de conocimiento. Pero que sea privativa de una actividad así, no es el caso. Tampoco él lo presenta de esta manera. En definitiva, entretiene más que reflexiona, quizá para los que no conocen nada del mundo de la carrera, quizá para los que, como yo, buscan un alma gemela, capaz de disfrutar en el mismo grado un texto y una sarta de kilómetros bajo los pies. A su favor diré que me entretuvo y me ayudó a mi propia reflexión según se acercaba la media maratón de Madrid, alrededor de la cuál Murakami iba escribiendo el contexto.

domingo, 11 de abril de 2010

X MEDIA MARATÓN DE MADRID 11 de Abril 2010

Hay algo que me inquieta antes de cada carrera. Cosas típicas: la cantidad de gente en la salida, los codazos, los empujones, la falta de sitio. Otras más banales son la prisa por hacer el último pis (hoy por ejemplo, habían cortado las zonas restringidas cuando yo volvía, y me pude colocar por los pelos), el tiempo que hará, la gente que vendrá a animar. La inquietud por el último sueño(el del día anterior, claro), que uno supone largo y placentero en su mundo ideal y que suele ser atropellado y corto en el real, y la inquietud del Té, del desayuno (hacerlo dos horas antes o no hacerlo, that´s the question). A ello se suma como a montoncitos las inquietudes que devienen de la reflexión sobre la preparación (faltó trabajo de fuerza, debía haber hecho rodajes más largos, faltaron series largas, faltaron multisaltos…), que suele ser un pensamiento de faltas más que de un pensamiento de logros. Y luego empieza uno con las comparaciones; la preparación de los otros años, los dolores que uno tiene y no tuvo o viceversa, y así hasta el infinito. Pero en esta media maratón se sumaron para mi, tres nuevos motivos de inquietud. Uno parece claro: para un novato en mediasmaratones como soy yo, que sólo ha terminado una, hace ya un año, y que sólo ha intentado una más, con la consiguiente rotura fibrilar, el motivo es obvio, la distancia, los 21.097 metros. Cuando lo pienso, se me hace interminable. Es como una mirada brumosa al horizonte desaparecido. Sé que hasta el kilómetro 12 conozco el espacio. Sé que por inercia y con esa costumbre que uno tuvo, y retuvo, claro, puedo llegar al 14. Pero desde allí mi imaginación crea una pampa, un desierto helado, una niebla baja. Incluso habiéndolo recorrido ya una vez, dos veces, con la de hoy, ese espacio se me hace ajeno como el de un cuerpo retomado, como un idioma que uno no sólo no entiende, sino que ni siquiera siente como idioma, como vehículo de comunicación. A ese espacio pantanoso se le une el segundo motivo: en mi ciudad, aún reconociendo el recorrido, nunca he corrido por esos lares. Es mi imaginación la que ha creado el mito de la dureza de esta media maratón, pero la concreción es aún más terrible. Las subidas y bajadas, más allá de donde uno las imaginaba, e incluso donde uno las había imaginado, son en la realidad mucho más altivas que en la imaginación. El tercer motivo es el ritmo. Sea por mi fobia a los relojes o por el deseo de permanecer inmerso en un mundo ya suficientemente matematizado, medido, en el que todas la referencias son numéricas, huyo de los entrenamientos basados en ritmos e intensidades, en distancias y frecuencias cardiacas. Prefiero el juego, la libertad. Prefiero el antiguo Fartlek, la comba, las cuestas que se me aparecen, y la distancia “de la Alameda”, antes que trabajar por 400, 500, o miles. Prefiero correr “dos vueltas y media al Retiro” que “ocho kilómetros”. Convertir el correr en una especie de juego se vuelve contra ti, como el cuchillo de dos hojas borgeano, cuando tienes que correr 21.097 metros, y los quieres correr en menos de una hora y veinte, sin conocer el recorrido. Porque en este juego todo son números, y la relación entre el correr y los números no la tengo interiorizada.
Esta mañana tenía ganas de correr. Había un cielo claro, alto y limpio. Recogí los chips de Tato, Alex, Amparo, y el mío, antes de que llegara el gentío. Tomé un té, y, muy al pesar de mis tres mosqueteros, salimos a calentar. Me encontraba bien. La salida estaba bien organizada, con zonas restringidas, así que eso relajaba mucho. Salimos como sin prisa, el pistoletazo estuvo en una especie de tiempo de nadie, mientras yo intercambiaba ánimos con mis compañeros de línea. Estaba tranquilo, y, aunque en los tres primeros kilómetros no sabía a qué ritmo íbamos, porque no vi las marcas kilométricas, iba tranquilo, sin forzar. El globo de 1:20 iba un poco delante, a unos cincuenta metros, pero me decidí a dejarlo allí, a hacer el acercamiento a partir del kilómetro 10. O eso me imaginaba yo. En el 5 bebí a trompicones, con más cabeza que otras veces, pero con dificultad. Mi dificultad radica en que se me tapona la nariz, y, al beber, no puedo respirar. Así que, como suele ser habitual, sólo bebí en el 5 y en 10. A partir del kilómetro 5 me di cuenta de que sería difícil hacer 1:20. Pasamos en 19:11. Apreté un poco, hasta que di con alguien que parecía ir corriendo muy relajado, llevaba una camiseta de Cajaespaña con una leyenda de Palencia. "Este es mi guía", me dije. Me pegué a él, y corrí detrás hasta que vi que flojeaba en Serrano, a partir del kilómetro 12. Ahí fui yo el que lo intenté. Habíamos pasado el 10 en 38:30, poco después de aparecer en Plaza de castilla, iluminado por el sol de la mañana, como un regalo. Había que correr mucho para hacer 1:20. Me fui hacia delante hasta que en la subida de Diego de León sentí que ya no iba igual, no iba reventado por arriba, ni muscularmente dolorido ni flojo; era el terreno inexplorado, la debilidad del terreno que uno normalmente no holla. Conservar el cuerpo exige entrenar menos, y, llegado este límite salen las carencias. Me pregunto, pasado el tiempo, si es sólo una cuestión física. Y no creo tener respuesta. Quizá se produce una entrega. A partir de allí me prometí no perder la elegancia en el correr, pero ya me pasaban corredores. Al llegar al Retiro tienes la primera sensación placentera. A la vez tienes la sensación de haber vuelto a casa y de que todavía quedan cinco kilómetros. Allí, en aquella esquina, estaba Marisa, sorprendida de repente con mi llegada. Poco antes, la metáfora: el pacemaker soltó el globo de 1:20, unos 150-200 metros delante mía. Quizá un poco más. Lo vi como desaparecía en el cielo. Las posibilidades se esfumaban. Era el kilómetro 15 y bajar de 1:20 pasaba ya a un segundo plano. Era casi imposible. también hay que entrenarse para, cuando uno ya no va, resistir, yendo. Bajando Menéndez Pelayo, cerca del 18, me adelantó el palentino. Iba con un tipo alto, de azul y blanco. Habíamos hecho toda la carrera juntos, y, al adelantarme, me dijo: “¡¡vamos!!”. Hay un sentimiento familiar en recorrer estos kilómetros en común. Parece que hubieras convivido toda la vida con ellos. Y, más que rivales, son compañeros. A partir de ahí no me importaba ser adelantado, había una cierta entrega, sin duda, no era sólo que las piernas ya no fueran igual. Llevaba también la mosca de una ampolla en el dedo gordo, que luego resultó ser una ampolla de unos 4 centímetros, ya sanguinolenta. La cuesta, la famosa cuesta de Alfonso XII y de la cuesta Moyano se me hizo “cuesta arriba”, pero aún más largo (más que por cansancio era ya un sentimiento de pereza) se me hizo el bucle por el Paseo de coches, mientras al otro lado de la valla veía a los que sí harían 1:20. "¡¡Qué envidia!!", pensé. Me adelantó otro compañero de carrera: “vamos, máquina”, dijo. No le creí. En la recta de meta me dediqué a observar a los animadores. Eso me divertió. Pasé la línea y sentí un alivio, y un cierto orgullo. No hay que menospreciar el orgullo de terminar una media maratón, estén o no los objetivos cumplidos. Entonces se acercó otro de los compañeros de viaje: “enhorabuena”, me dijo. "Tú sí que terminaste bien", le dije yo. Después recogí a Marisa, y nos fuimos a animar al Tato, a Amparo y a Alex, que llegaron un poco después. Y después nos fuimos a casa. No estaba muscularmente roto, no estaba especialmente cansado. Una especie de sueño y de frío me fue ocupando, antes y después de la comida. Poco a poco, las rodillas se sintieron golpeadas, y las tripas con esa extraña sensación de después de las carreras. Cierto trabajo está, cierto queda por hacer. Reconozco los logros más por el disfrute de la carrera, por la tranquilidad del después, y por una cierta resistencia corporal mejor que la de los últimos meses y años. Voy superando además mis fascitis. Mis hernias son ya un espacio vago en el olvido. En cada uno de estos pequeños detalles siento que el hecho de correr es más que una cuestión numérica; es más bien una forma ancestral de llamada, que es posible incoporar al disfute cotidiano del mismo modo que el whisky, la amistad, el arte, el amor, o el sexo.