jueves, 2 de septiembre de 2010

La mano que hace brillar al mundo



Termina el verano. Ese fatídico Agosto como una línea de sabe Dios qué finales y qué principios. Asoma Septiembre la cabeza como un anfibio. Los calores vuelven a un lugar más llevadero, y el track se estrecha, como si nuestras ruedas estuvieran por ajustarse. Queda atrás el nuevo mundo descubierto. El mundo por descubrir no parece ni tan ancho ni tan por descubrir. Los desamores ocupan ya su peso escurrido, y los amores... quién sabe de los amores. El año deja de ser un boceto para convertirse en traza firme sobre el papel, cuartilla bajo las cuartillas. Sobre todas las cosas del mundo, banalizadas por el tiempo y convertidas en no otra cosa que gestos imperceptibles (como en los ayeres en los que yo me tumbaba durante horas bajo Ágata, mi araña preferida, la de Bourgois, junto a la nueva ría de Bilbao, para descubrir mi tamaño en el mundo), surge como una gigante la pequeña Ana. Y con ese gesto, con la mano capaz de abarcarlo todo, de cogerlo todo, de descubrirlo todo, deja un mundo de sombras sobre nuestro mundo. Aún incapaz de la queja verbal, del insulto, de la maldad o del egoísmo, alarga su mano en pos de un mundo que aún supone, y hacia el que sin duda postula sin freno. No es el mundo el que brilla, es la mano de Ana la que lo hace brillar. Su gesto convierte a mi cámara en oro, a mi mirada en presencia. Y si algo deja el verano es esa mano. Y bajo esa mano que por primera vez ha dicho adiós, queda su llanto sonriente sobre el primer diente, queda su primer chapuzón en la piscina, sus jugueteos con los abuelos, y la carcajada descontrolada bajo las cosquillas de su hermana Lucía. De lo demás, quién se acuerda.