viernes, 28 de enero de 2011

MADAME BUTTERFLY. 27 de Enero

 Qué suerte tengo, siempre hay alguien que me invita a la Ópera. Esta vez me llamó Pepe Soria para ofrecerme un papel de Cicerone; el Cicerone de su prima Laura, una casi profesional de los dardos y amante de los juegos, en Madame Butterfly, de Puccini. Nunca había visto Madame Butterfly, y, estoy seguro que esto le gustará a Sanja Zivkovic, me reconcilié con Puccini. Si en otro tiempo el exceso de drama en relación con el romanticismo amoroso, tanto en lo tetxtual, como en la puesta en escena, como en la música, excesiva en los momentos más melodramáticos, me parecía demasiado, hoy (por ayer), encontré algo que me reveló otra cosa: la Fé. El personaje de Pinkerton es casi una caricatura de género; un hombre que va a lo suyo y al que le pierden las mujeres. Aunque hay algo, “hay algo”, en Pinkerton, me digo. No sabe explicar muy bien el embeleso que le produce Butterfly; y ese embeleso es una resonancia de Pinkerton que él mismo no reconoce. Pero más allá de todo, la Ópera es Butterfly. Su fé. ¿Cómo puede alguien negar todas las evidencias y seguir viendo lo que a todas luces no existe? Pinkerton la ha abandonado, se ha ido para siempre. Eso está claro. ¿Por qué sigue creyendo, por qué sigue amando? ¿Es infantil o adolescente esa imagen que ella misma se ha creado de Pinkerton? Es posible. Sin embargo, más allá hay algo maravillosamente humano, irrenunicable, diría. Y eso es la Fé. No lo despreciaría con tanta facilidad. Por la Fé se coniguieron muchas de las mejores y de las peores cosas a las que accedió la humanidad. Alejado de Puccini, en la revisión que hago ahora de todas las películas de Herzog, el antagónico de Puccini, veo a Fitzcarraldo. Y hay algo común; esa Fé. Además,  escucho al alemán en una entrevista sobre Fata Morgana, y dice que hay algo religioso, siempre, en sus películas. Ese algo está en Pucccini, en ese amor de Butterfly hay algo religioso que la realidad moderna, científica, material, realista, ha ido aparcando. Y es eso lo que me provoca en mayor medida. Lo que resuena con mayor fuerza. Ese "algo" que en otro tiempo me hubiera hecho darme la vuelta.

martes, 18 de enero de 2011

BIUTIFUL Alejandro González Iñárritu.

Biutiful es biutiful. Tiene el pulso de los buenos textos cinematográficos, aquellos en los que la entraña del guión no se escapa entre los omóplatos de la narración. Aquellos en los que lo que no se cuenta es más que lo que se cuenta. En donde la belleza no es botox sino esa resonancia del alma al coincidir con el cuerpo. Recuerdo hace ya bastantes años, cuando leí por ¡tercera vez! (y es cierto)“Crónica de una muerte anunciada”; no es virtud: tardé tres lecturas en comprender que al Gabo le interesaba muy poco la historia de Santiago Nasar, y mucho el contexto social en el que se gestaban los códigos del honor. Algo de eso hay en esta película. Por supuesto, el director viene de una tradición similar, su infancia literaria fueron “Crónicas de muertes anunciadas” (veáse “Amores perros”), y así define, en este caso, los códigos de la vida inmigrante. Hacía tiempo que no veía una película en la que la inmigración estuviera tan bien tratada, casi sólo como un contexto. Mis últimas “recaídas” habían sido en las películas francesas, como en “Welcome”, o en textos cinematográficos que ya ni recuerdo. Nada que ver. Aquí, Iñárritu dibuja una historia de amor (yo lo quiero ver así)entre un hombre enfermo y sus hijos, a la par que se sitúa en la línea del difícil entramado de la pequeña corrupción entre una inmigración que vive en el límite y una policía que abre o cierra los huecos al aire casi insuficiente para sobrevivir. La puta realidad, como diría un méjicano. Ni posturitas estéticas de izquierdas, ni nazismo castellano. Una vida extenúante en donde predomina la injusticia y la soledad, en todos los sentidos; la soledad individual, y la del abandono del mundo en el que uno vive. La mezquindad mísera de los intereses nimios en un contexto en el que el poder se ejerce desde casi todos los puntos posibles; el policial, el empresario, el “puente”, y hasta el propio inmigrante, cuando accede a la mínima parcela de ejecución. En ese “no Man´s Land” en el que se mueve el personaje de Bardem, quedan en todo caso pequeños espacios de humanidad en los que lo mejor de los hombres es aún posible. Rozando lo melodramático, a veces, pero sin aposentarse en ello. Sin perder el espacio oscuro de la fotografía, la voz susurrante de las manos en off, y el pulso al que nos acostumbra el director. Sale uno del cine como si algo hubiera pasado.

jueves, 13 de enero de 2011

AGUIRRE






  Lope de Aguirre. Me pregunto el porqué del interés de Werner Herzog por tamaño personaje, y creo encontrar algunas metáforas, hijas del exceso de interpretación que tanto detestaba la Sontag, pero metáforas, al fin y al cabo. Si hubiera querido hacer una película sobre un loco enfermo de egocentrismo, ansias de poder, y suficiencia, podía haber escrito él mismo el guión, o haber hecho una película sobre algún personaje de esos que vagabundean por la historia. Sin embargo, elige un personaje histórico, real, y un episodio también real, la expedición de 1560 en busca del El dorado, dirigida por Pedro de Ursua. Aunque no respeta todos los acontecimientos históricos, si deja pasar el carácter sanguinario de Aguirre, hacia propios y extraños, únicamente guiado por el capricho y su ambición; encontrar El Dorado. Su insurrección histórica sólo evitó un estamento: a sí mismo. Se rebeló contra su propio comandante y contra la corona española, negando la autoridad de Felipe, entonces representante de la corona española. Sí, sí, todo esto esta bien, pero ¿por qué elige Herzog a Aguirre? en la época hay personajes mucho más interesantes; Blasco Nuñez Vela, por ejemplo, que trataba de establecer "leyes nuevas", que protegieran y liberaran a los indios.
 ¿Es posible, me pregunto, la aparición de un personaje como el de Aguirre en un contexto aislado? La respuesta me parece rotunda: imposible. La corona española interpretó el descubrimiento de las Indias como una conquista, y la Iglesia como una evangelización de la verdad (la suya). A ambos les movían las mismas cosas que movían a Lope de Aguirre; una extrema ansia de poder, que no entendía de fines sino de medios, y la creencia inaudita de que sólo uno mismo posee la verdad de las cosas, que uno, individuo o Reino, está destinado por Dios para acometer lo que está acometiendo. Creo que Aguirre es una metáfora de eso más que un análisis individual, creo que Aguirre no se refiere sólo a la conquista española, sino a la forma que toma la individualidad cuando los valores u los objetivos del Reino al que pertenece y por el que trabaja o lucha, son los ya nombrados; la falta de respeto por la vida humana, la creencia en una verdad única y propia, y, sobre todo, el ansia de poder.
 Magnífica, vista hoy por primera vez, treinta años después de su creación, me llena con la frescura de las grandes cosas. Me lleva por la poesía alemana del XIX, bosques en los que sólo hay locura y hay muerte, y por el "Heart of darkness" de Conrad, cuyo latido, al final del camino, es también inaudible.

martes, 11 de enero de 2011

ENCOUNTERS AT THE END OF THE WORLD. WERNER HERZOG




Hay algo en Werner Herzog que es para mi como un Big Bang; el momento en el que, en cada película documental, estalla el Horizonte de Expectativas, esa parte de la semiótica tan asociado al pensamiento único. Decimos “Antártida” y nuestro escaso cerebro, hecho para sobrevivir, ejecuta como un autómata paisajes idílicos de hielo, pingüinos graciosísimos que nos enternecen, y resuenan Scott, Admunsen, y Shackelton. Pero como digo, por suerte, todo eso estalla en pedazos. En la última frase de la película, una cita de Alan Watts dice: “Nuestros ojos son los ojos que utiliza el universo para contemplar su propia magnificencia, nuestros oídos, para escuchar su propia armonía”. En ella hay una asimilación que está en la base del pensamiento de Herzog, creo: “si somos los ojos del universo, estamos en él, somos a la vez lo uno y lo otro, no meros observadores, no sujeto, sino también objeto”. Y, desde allí, y hacia allí, va Herzog, directo. Se detiene en los campamentos; en la estación McMurdoch, sobre todo, para observar una especie animal de la naturaleza que le interesa especialmente: el hombre. ¿Cómo es el hombre que vive en la Antártida? No lo puede definir, pero encuentra una gran verdad; cada individuo es único, irrepetible. Esa especie, en la Antártida, posee una enorme pasión, ejerce su máxima libertad; sueña. Cree. Las condiciones de la Antártida; planteadas como límite, como extremo, permiten la aparición de un ser humano que cree en el individuo, pero que reconoce a la vez las limitaciones de la especie. Reconociendo los límites se observa a sí mismo como perecedero. Reconociendo sus límites aprende a situarse con respecto al mundo natural, del que en realidad forma parte. Justo lo contrario que en las ciudades, en las que el hombre, ajeno al medio natural, cree en la tecnología como medio de dominar el mundo. Y al situarse, aprende a respetar, e intenta comprender; a la naturaleza que le rodea, y a sí mismo. Todo, hasta lo más científico, deviene espiritual, deviene excepción. En cierta forma, Herzog toma un cierto partido en el debate antropológico entre lo biológico y lo cultural. El pingüino en pos de su propia muerte es una imagen estremecedora, abandonado a su locura como metáfora de nosotros mismos, que, en grupo, nos dirigimos de forma casi inapelable a nuestra propia extinción. Las formas que aparecen bajo el hielo también nos estremecen, no pingüinos y ballenas, sino medusas, crustáceos, estrellas de mar, arañas de hielo. Son formas y criaturas adaptadas al límite. Son la verdadera imagen de un desierto de hielo. Lo idílico se rompe, cae, desaparece. Los pingüinos no juguetean, enloquecen. Los paisajes se convierten en campamentos estridentes. La tarea de Scott, Admunsen y Shackelton, se convierte en absurdo, alcanzar un límite del que no se puede pasar para gloria propia y de un Imperio, cuando en el horizonte del tiempo, la especie se marcha, y va dejando altares de memoria para las especies que vengan después. Quedan allí, de momento, un grupo de anónimos creyentes en otra realidad; en la salvación de la lengua, del silencio, en la comprensión de los misterios del principio y de los misterios del final. Soñadores de sí mismos. La Antártida es eso; un espacio para comprender mejor en qué medida pertenecemos y cómo nos imbricamos con el medio natural, con el límite. Un laboratorio de humanos. La naturaleza al límite nos enseña sus poderes, hasta dónde puede llegar, hasta dónde queda por temerla, como a aquella ira de Dios, y cuántos misterios nos son todavía ajenos, para haber vivido tanto tiempo ya en la falacia del poder dominarla. Los deshielos de los grandes icebergs una vez llegados al Norte, los volcanes, las lluvias de neutrinos, son algunos de los potenciales peligros que pueden hacer que los humanos desparezcan de la faz de la tierra. Como si estudiara Dinosaurios, Herzog se da la oportunidad de estudiar humanos, aprovechando que todavía están en la tierra.
Cuando hace poco más de un mes visité las exposición de fotos de Wildlife de la BBC, reparé en una foto, una especie de oso hormiguero mirando una huella humana. Esa mirada es la de Herzog, la mirada sobre el hombre, sobre la relación del hombre con la naturaleza, sobre el hombre como parte de ella. Es la mirada de un hombre que piensa por sí mismo.
Sin ingenuidad. Sin languidez. Sin melodrama.

lunes, 10 de enero de 2011

TAMBIÉN LA LLUVIA

En “la Historia verdadera de la conquista de la nueva España”, Bernal Díaz del Castillo cuenta la “verdad” de cómo fueron las cosas de la conquista, junto a Cortés. El pequeño textito de Bartolomé de las Casas presupone la misma verdad, y un innumerable sinfín de textos supone la misma, coincida esta no. Es el llamado "pluriperspectivismo" nietszcheano, que es en realidad la percepción de las cosas según nuestro propio mundo de creencias e ideas. Hasta el maravilloso “Esas Yndias equivocadas y malditas”, de Ferlosio, en las que este analiza, de verdad, los hechos de la conquista. Iciar Bollaín plantea en su película una cuestión peliaguda, a la que ya nos referíamos en este Blog en la entrada sobre "el Alcalde de Zalamea". Y es el “nada ha cambiado mientras no cambien los dioses”, también de Ferlosio. La repetición de los mismos esquemas de subordinación, de sometimiento, y de poder. El planteamiento del guión es brillante; hacer correr, de forma paralela, el rodaje de una película “revisionista” sobre la conquista (en realidad no es tal, es simplemente una película en la que los españoles eran los explotadores y los indios los ninguneados) en la que los personajes históricos toman partido o no en defensa de los indios, con la realidad de los extras. Realidad que nos descubre un mundo con miserias “paralelizables”. El logro estético rádicaría en la evolución de los actores, en el conflicto entre las ideas o poisciones de sus personajes, y las suyas propias, y, sin duda, en la resolución del guión. Ambos fracasan. La película alcanza su punto culminante en la escena en la que el indio Hatuey es quemado, e inmediatamente después, arrancado de las manos de la policía por sus propios compañeros indígenas. A partir de ahí, la película se conveirte en un melodrama en el que el personaje que dentro de la película ejerce el papel metáforico del poder; el productor (Luis Tosar), se convierte en una Santa Teresita de Jesús que arriesga su vida para salvar a la hija del revolucionario indígena, al que había tratado anteriormente como un auténtico hijo de puta. El indígena, por su parte, que se salva, se lo agradece entre lágrimas, dando lugar a una escena melodramática, casi indigna del planteamiento inicial. ¿Y los demás? ¿Cómo toman partido? El que hace de Bartolomé se raja, los demás también, el que ejerce de Colón, cuya posición revisionista es en realidad mucho más equilibrada, se mantiene en sus trece, perdida la familia, sólo aspira a la locura del Arte, y en eso sigue a un director lánguido, loco, pero cuya evolución no es creíble.
La tarea era sin duda difícil, soportar el planteamiento inicial sin hacer maniqueísmo ni caer en el pastiche. En mi opinión, y esta vez me atrevo a juzgar, faltó el talento de mantener el pulso sin someterse a los cánones de la resolución. En verdad, el conflicto sigue, el político, el social, el racial, y también el personal y el artístico, Dejar todos esos caminos en el aire, latentes, hubiera sido tarea de orfebre. Vean “Fitzcarraldo”, señores. Y no se conformen con, como dice Umberto Eco, ver en público lo que ya sabían.