martes, 25 de diciembre de 2012

ESTRELLA DISTANTE. Roberto Bolaño

 Hay tanta mitología en torno a Bolaño, y, en este caso en torno al triangulo doble Bolaño / Zurita (Wieder) que hacer lo que voy a hacer; simplemente tratar de comprender la novela, puede resultar estúpido. Pero lo diré de entrada. Es lo que voy a intentar.
 Conocí a Zurita en Madrid el año pasado, y no me lo imagino en estas disputas que él mismo alienta. En todo caso; un verdadero hombre sabio (cuyas iniciales diremos CFL), que trabaja en el silencio verdadero, me decía hace unos meses que desconfía de las posiciones vitales de los poetas en torno a conflictos históricos “pesados” (que a él le hubiera gustado llamar “literariamente rentables”). La crítica literaria justa; esa que alentaba Machado, no es evaluativa. Ni impresionista. Cualquier escuela, cualquier tendencia, es un anti paraíso. La novela de Bolaño es, sencillamente, espeluznante. Y en ese "espeluznante" que escribo hay, como le hubiera gustado decir a los difuntos Pat Wall y a Ron Melzack en los mediados sesenta, tres cosas: una objetividad material, una emoción, y una interpretación evaluativa. Entre paréntesis, deberíamos añadir la "Gate Control System" a la crítica literaria. Nos iría mucho mejor.
 Leo “Estrella distante” por consejo de Pau Sanmartín; alguien que reparte su talento entre vespas y bibliotecas sonoras. Lo lógico es que yo le hubiera convencido, hace años, de que era él el que tenía que leer “Estrella distante”. Pero así ha sido. Y mejor así.
 La maravilla de la novela está en la metáfora, para mi doble, que porta. Chile, es, sin serlo, sólo una excusa. La aldea de Bolaño, de la que hablaba Tolstoi poquito antes de morir. Hay determinadas situaciones, momentos históricos, en que el hombre como hombre alcanza lo peorcito de sí mismo. El Chile del 73 es uno de ellos. Los judíos, que han tenido la suficiente plata para transmitirlo, han transmitido la idea de que es imposible hacer Poesía después de Auschwitz. Sea o no cierto (no me identifico para nada con ello, más al contrario, no sólo no lo considero imposible, sino necesario) Bolaño juega en esa novela con esa idea, y a través del personaje de Wieder intentar hacer convivir estos dos materiales; la poesía y el mal. Wieder queda como una quimera, como un monstruo, como un grutesco medieval; hecho de materiales imposibles; de mal y de poesía. Me pregunto si Bolaño los considera antagónicos, o simplemente materiales que chisporrotean a su contacto. En esa comunión queda la realidad chilena, que es en realidad una y mil realidades: ¿Qué nos queda, -parece decir Bolaño- cuando la única poesía posible queda en manos del Diablo? ¿Es ese el Chile de aquellos años?  ¿fue esa la Europa sin “arte degenerado”? Quizá por eso, en ese desierto, con la desaparición de esa otra parte, poética, a-corporal, a-terrestre, no objetiva, guste Bolaño de confundir realidad con ficción. Quizá porque esa confusión no sea una confusión sino una realidad; la única posible en el que el aire sea un aire respirable; esa realidad en la que junto al transcurrir biológico, social, y racional, llevamos poesía, en cualquiera de las carnalizaciones del término. La metáfora es doble; diablo-poeta, realidad-ficción. En una triple dicotomía el Bolaño personaje se presenta como alguien que no quiere matar a Wieder; el Bolaño escritor no puede con el rencor. Quizá con la creencia en una suma justicia le atraviesa el cráneo con un tiro seco, en la soledad de una ciudad de mar en invierno.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

CLAROSCURO DEL BOSQUE, REMBRANDT, GOMBRICH, Y DJOKOVIC

Así habían titulado Jose Luis Gómez Toré y Marta Azparrén su maravilloso libro, en el que, casi asemejando una isotopía, se encuentran el trazo y el verso imitando el encuentro entre el viejo Heiddeger y Celan, los dos lados de los años oscuros. Para ello; la Schwarzwald, adonde no me canso de ir cada navidad a visitar a la mujer de las flautas Ganassi; a Monika Musch. Este lunes, sobre las nueve de la noche hora española, en Nueva York, se juega la final del último “Major”; el Open U.S.A. Mientras yo ajusto mis últimas cuentas con Gombrich para mi examen de Historia del Arte del día siguiente, Murray mantiene el tipo ante un gran Djokovic. No sólo psicológicamente, sino tenísticamente. Ni un anzuelo, ni una trampa de esas que Djokovic usa como en las artes marciales, utilizando la fuerza del adversario para su golpe propio; esa trampa en la que había caído Ferrer en semifinales, y en la que con frecuencia cayó Nadal en 2011: los angulos abiertos.  Después de los dos primeros sets, de gran tenis, Djokovic remonta para el quinto con trazos que mezclo con los de Velázquez, quedándome, a pesar de todo, con los de Don Diego. Una mirada a la pista, desde arriba, nos enseña el escenario. Como una arena en el circo romano. Los tenistas poseen casi las características del gran orador de Quintiliano: “vir bonus dicendi peritus”. Su pericia está en el decir tenísitico, tan difícil como el retórico. Su bondad radica en la nobleza y en la fortaleza de su espíritu, menos tramposa que la venenosa palabra. Leo a Rembrandt; y siento la emoción de Gombrich hacia un gran hombre. Siento el claroscuro de algo más hondo; del latir humano del más allá. En ese decir de Rembrandt hay algo inefable; un silencio. Aspira a uno de los grandes misterios del hombre; a aquello que está detrás de la mirada, la luz en la sombra. Pero esta vivencia implica también claroscuros, los de la fama y los de la soledad. En esos cuadros siento la hondura casi triste de una empatía. Vuelvo la vista hacia los golpes cruzados del serbio. En ellos, la única aspiración es la gloria. Al lado de Rembrandt, devienen absurdos. Ese es el “claroscuro” de este bosque en el que conviven disparidades tan sonoras y tan silenciosas. Una alabadas, otras incomprendidas. Sobre estos pilares anda este mundo, ya a gatas, ya cojeando. Porque al final, todo es efímero. El gran Djokovic hinca la rodilla, repitiendo su derrota en una final de un grande, como había hecho Nadal el año anterior. No le van a Djokovic las finales en lunes. Murray, victorioso, no sabe qué hacer con el triunfo. Me quedo con Rembrandt hasta altas horas, en una extraña claridad de la noche. Esperando con ganas el martes, para poder ver y hablar de las imágenes que nos emocionan.

martes, 4 de septiembre de 2012

HENRI CARTIER BRESSON




  Hay que estar loco para querer hablar de Cartier. Cartier Bresson, ríos de tinta de la fotografía. Hacer un análisis sistemático desde el punto de vista histórico y estético sería, de algún modo, traicionarle. Como Nietszche (y como Cartier) seré asistemático. Decir que Cartier es asistemático quiere decir, según apreciamos en la lectura de sus textos, que no le interesan los grandes debates sobre la categorías: no le interesa la especulación; ni sobre el lugar que debe ocupar la fotografía entre las Bellas Artes, ni sobre la técnica. Ni siquiera sobre la composición, aún siendo esto, en relación al tema y a su “instante decisivo”, lo esencial para Cartier. Para Cartier, el pensamiento especulativo carece de sentido; su pensamiento es apenas una picelada verbal, e imágenes. ¿Qué es esencial para H.C.B? “Para mi una fotografía es el reconocimiento simultáneo, en una fracción de segundo, por una parte del significado del hecho, y, por la otra, de una organización rigurosa de las formas percibidas visualmente que expresan este hecho” . Cartier quería siempre mezclarse con la gente, fotografiar gente. En París, en Asia, en Rusia. El contacto con la gente es lo que le pide a Nicolás Guillén (entonces el poeta nacional) cuando este le invita a visitar Cuba. El fotógrafo es un vagabundo, un nómada que vive en la calle a la búsqueda de aquello que llama “el instante decisivo”. De esta vision bressoniana devienen dos reflexiones. La primera, antiacadémica. La segunda, una forma de fijar fines y medios. El fotógrafo no es alguien capaz de escribir discursos estéticos sobre sus fotos. Es alguien capaz de captar, en el momento justo, ese equilibrio de fuerzas y formas significantes. Es un buscador de momentos significativos, desde el punto de vista visual. Recorta la realidad para abrirla, tal como hace Cortázar con la foto del recién fallecido Larraín en “Las babas del diablo”. Sus medios son la intuición, el sentimiento, el conocimiento, y la honestidad. “Basta con ser lúcido con respecto a lo que ocurre y honesto con respecto a lo que siente.”  . El fotógrafo como persona, es pues, primordial. Es fascinante escuchar cómo, lo que realmente le preocupaba a Cartier cuando iba a fundar Magnum, con Capa, Deymour, y George Rodger y Bill Vandivert, era lo que le costaría a “la Agencia” los trajes de Robert Capa. La dimensión humana cobra un papel predominante. Del mismo modo, las disputas sobre la entrada de Martin Parr en la Agencia, y la negación de Cartier (algo que nunca he entendido; a mi tampoco me gusta Martin Parr (aunque ya he llegado a apreciarlo), ¡¡pero lo considero profundamente bressoniano!!), además de sus, en cierta manera radicales, posturas sobre el uso del flash, del encuadre forzado, o del recorte de laboratorio, le dan una dimensión humana siempre presente en sus imagenes. Caprichoso y razonable, visceral y templado, apasionado, lúcido y torpe. Así debió haber sido Cartier. Y, si es importante es porque eso está en sus imágenes, pero también porque es capaz de captar “lectores”. ¿Cuál debe ser el objeto de la literatura? Captar lectores, no hacer eruditos ni críticos. ¿Cuál debe ser el objetivo de la fotografía? Captar “observadores”. Estos deben interpetar las imágenes en función de las imágenes mismas, parece decirnos Cartier, y no en función de los discursos o los temas de debate. Porque el objeto y el medio de la fotogarfía es la imagen misma. Y esta es capaz de vehicular contenidos semánticos complejos, derivados de su carácter inefable. Los discursos de la fotografía están alejados de los de la acción discursiva verbal. Observando las fotos de Cartier uno se vincula con lo humano, no necesariamente político o social. El juego, el humor, la soledad, la belleza, el orden, el azar. Todo eso está en Cartier. De algún modo se vincula con la corriente antiinterpretativa  de Susan Sontag, y se aleja de maestrías del tipo de la del Stieglitz, y de medios difusores como los que utilizaban aquellos de Photo Secession o de Camera Work.  Cartier no es un teórico. Sus fotografías son directas, comunicativas. En uno y otro sentido, nos maravillan más que hacernos reflexionar del modo en que normalmente nos hacen reflexionar las fotografías más sociales, como las de Hine, las de Helen Levit, las de Walker Evans, Dorothea Lange, Adriana Lestido, etc… por citar sólo algunos ejemplos. Cartier se vincula más a la humanidad de Doisneau; en ellos la gravedad social no es el tema, o al menos no necesariamente el único tema. Ambos buscan instantes decisivos, momentos captados como por arte de magia. Milagros cotidianos en los que confluyen hombres y luces, formas y movimientos.
  Sin embargo, y eso se refiere al segundo aspecto que quería comentar, todo Arte de imágenes se une a una tradición icónica larguísima, presente incluso ya en textos como el Enuma Elish o el poema de Gilgamesh. Desde entonces, y sobre todo en periodos en donde el anlfabetismo era extendido, como en la Edad Media, el ejercicio de interpretación de las imágenes, fueran del tipo que fueran, era altísimo. Entonces, ¿cómo definir el papel de la fotografía? ¿Cómo definir lo que es propio y único en la fotografía? Los comienzos de esta parecen devaneos con una copia de los objetos pictóricos. Una imitación de la pintura. La fotografía no estaba madura como arte propio. Con la llegada de Stieglitz y los trabajos de Steichen y Strand, la fotografía alcanzó una cierta dignidad, aún sin tener con claridad definido qué era lo propio de ella. El objeto. Cartier da un paso en esto, y a mi entender, es el que mejor ha definido lo verdaderamente fotográfico. No sólo a través de las imágenes, sino con esta pequeña frase: “la fotografía es una acción immediata, el dibujo una meditación” 
  El siglo XX ha confundido los géneros y hoy el objeto de la fotografía es múltiple. Pero sigo pensando en la importancia de definir lo propio, y creo que es Cartier el que mejor lo ha hecho. Su “instante decisivo” es, quizá, en donde mejor  conviven fines y medios, materiales y objetos.
  En relación a ese tema, hay algo propio en el Arte fotográfico; una mal llamada democratización. Todo el mundo (entre comillas) tiene acceso a una cámara. Todo el mundo puede disparar, hacer fotos. ¿Entonces? Cartier gustaba de enseñar los bordes en sus positivos. Defendía que no se cortara, que no se reencuadrara. Era una especie de ejercicio de virtuosismo que me recuerda al momento en que, a finales del siglo XVIII, los compositores (sobre todo Beethoven) llenaban sus obras de escalas para limitar el acceso a aquellos que quisieran tocarlas sólo a interpretes con la suficiente pericia.
   Creo que la mejor manera de hablar de Cartier es utilizar la estrategia de Steve Jobs en la Universidad de Stanford; contar historias. Creo que en los argumentos hay más vida y más sabiduría que en las argumentaciones. La primera foto que vi de Cartier fue la que tomó en Sevilla en el año 1933. En ella está todo Cartier. A través del muro destruido se observa a unos niños jugando. En realidad, están en un hospital. Los muros rotos nos dicen del entorno social, pero más allá de eso, un niño con dos muletas intenta huir del cuadro. Es un instante único; ese instante de juego, de alegría, de olvido, es, en cierta medida, irrepetible. Está Cartier porque está el instante, pero está Cartier porque ese instante ocurre en todo el cuadro, compuesto a través de un muro en ruinas, y porque la ordenación de los personajes responde a una cierta “necesidad”. A partir de ahí es cuando la fotografía lo tiene todo, cuando es necesaria la imagen, cuando las palabras empiezan a sonar absurdas.
  Desde esa fotografía, he buscado siempre a Cartier, y he comprendido mucho mejor mi manera de hacer fotografías. Uno de los grandes retos de Cartier fue el retrato, y dentro de este, consideraba lo más difícil retratar a los amigos de uno, al entorno. Con una vieja Rollei como la que usaba Doisneau, he iniciado esa serie.


 Quizá empezaría por esta foto. Es casi un homenaje a  Cartier, y a ellos mismos. En el año 2002, creo, le regalé a una amiga un cuento que escribí sobre un fotógrafo toledano de la ficción que conoció a un Cartier también de ficción, en un París que se parecía mucho al de las primeras películas de Renoir (sobre todo a “Un día en el campo”, en la que, luego me enteré, trabajó el propio Cartier). Al día siguiente de Cartier morir, ella se subía a un avión. Creo que fue el diario “la Republique” el que le dedicaba un inmenso monográfico. Ella lo guardó para mi (aún lo tiene). Después, en 2008, en un viaje a París, después de una visita invernal al cementerio de Montparnasse, fui a la casa museo de Cartier. Estaba cerrada y en obras, pendiente de abrirse. La miré por fuera, en aquella esquina, roja y gris, pequeña y elegante, como si encerrara un secreto; como si guardara las pisadas de una mirada de la que mi empatía no parece cansarse.  










jueves, 19 de julio de 2012

LA CUEVA DE LOS SUEÑOS OLVIDADOS. Werner Herzog.


 
  Werner Herzog se mete en uno de los sitios mejor guardados del planeta; la cueva de Chauvet. Allí donde apenas un puñado de científicos pueden acceder, consigue él los permisos para rodar, para enseñar al mundo la cueva, para interpretar. Herzog es un hombre esencial; radical, en el mejor sentido dela palabra. Anda siempre buscando respuestas, en términos humanos, de cuestiones humanas. Como nuestra Zambrano, aboga por la metáfora como medio de conocimeinto del hombre. Detesta el ruido de lo espectacular y de la aventura. Es un caminante. Y un genio. Por eso, seguramente, habrá conseguido que le dejen rodar en Chauvet. Chauvet es la cueva donde se conservan las pinturas rupestres conocidas mejor conservadas y de una datación más antigua; en torno a 36000 años de antigüedad. El documental nos la enseña, e inicia un recorrido por una interpretación actorial. La pregunta de base es ¿qué hacían los hombres allí?  A veces, simplemente, las huellas nos hablan de un pequeño paseo, de un movimiento, de unas cuclillas. La búsqueda no es pretenciosa, no trata se saber qué hacían, cómo lo hacían, para qué y por qué. No intenta ir donde no se puede llegar. ¿Cómo pintaban? ¿Por qué solapan espacial y temporalmente las pinturas?  Pero eso ya es un cuestión interpretativa, desde el punto de vista antropológico. ¿Aspira Herzog a una visión científica de las cosas? No es su sello. Su sello son las preguntas poéticas, los acercameintos inflexivos hacia otra realidad. En un momento devanea con una pregunta urgente. Los hombres pintan encima de otras pinturas. No sienten la urgencia del tiempo ni del espacio, no están encerrados en esas categorías. Actúan, como niños, con plena libertad, pintan desde el espíritu, no para conservarse, sino para dar vida, para revivir, para obervar. Sin embargo, es un devaneo, no continúa la reflexión, no alcanza a ir más allá. Vuelve a lo literal, a ese mostrar casi objetivo. Obsesionado con la música, nos priva de una observación más silenciosa. Pero es insaciable. Herzog no está contento, no está convencido. En una de las entrevistas, introduce dos conceptos clave; la fluidez, y la permeabilidad. Ambos eran patrimonio de aquellos hombres. Con ellos, se produce un Aleph temporal. Todo parece suceder al mismo tiempo, ellos parecen estar allí, pintando, observando, como en el presente. ¿Y entonces el espacio? Cosa compartida, sin más. Sin líneas, sin lindes. Queda un espacio abierto a la imaginación donde todo es posible. Esa parte final es donde Herzog es más Herzog. En el postcript, Werner poetiza sobre esa permeabilidad que descategoriza la posibilidad. Como destruir las limitaciones de la lingüística generativa y darle alas para un inifinito de posibles y un imposible de imposibles. Todo como en un sueño, dice Herzog. En sus películas, Herzog coge hierros candentes. En esta, apenas los roza. El Palafox es un cine fascinante, enorme, irreal, cuando sólo diez personas asisiten a la proyección. La soledad maravillosa de esa extrañeza sólo la turba el doblaje. No tardaré en volver para verla en versión original, para escuchar la voz de Herzog contándomelo todo de nuevo, otra vez.

lunes, 9 de julio de 2012

LA VIDA ES SUEÑO. Compañía Nacional de Teatro Clásico. Almagro. 8 de Julio de 2012



  Me cito de nuevo con Almagro, como un ritual. Tentar el tiempo detenido en lo histórico en el mismo grado que detiene el tiempo el sol “a pleno”. Pero ¿y el Teatro? ¿Dialoga el Teatro con el tiempo o es hoy hacer Teatro clásico protección contra el avispero del Arte?
 Almagro me acoge con la ilusión con la que llega el ingenuo y me empuja con el empujón con que la realidad te explusa del paraíso de lo soñado. Y es justo de eso de lo que quería hablar, del supuesto paraíso de “lo soñado”; de “La Vida es Sueño” de Calderón, interpretada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico en el imposible (en la auditivo) Hospital de San Juan.
  En las comedias de la época; las comedias de Capa y Espada, hay un juego en el que la intriga deriva siempre en una realidad final en la que el mundo (un Dios sugerido, claro) parece distinguir la sangre regia de la que no lo es, independientemente de las peripecias destinadas a modificar la apariencia para confundir a ese “algo” que lo ve todo. De esto deviene un mundo: jerárquico e inmutable, del que se derivan los privilegios “naturales” a los que nos había acostumbrado el feudalismo. ¿Qué es nuevo en Calderón? ¿Qué es propio, individual, original, en lo literario, en lo político, en lo social, en Calderón? ¿En qué se postula D.Pedro como revolucionario? Y, lamentablemente, en bien poco. Intenta, en mi opinión, sin atreverse, a una democratización del devenir de la trama. Pero el juego es carnavalesco. Segismundo puede ser en tres días preso y príncipe. Calderón parece decir aquí, con ese “cada cuál sueña lo que es”, que la realidad es una realidad onírica, que en lo esencial, los humanos son como los hombres de Manrique, “ríos que van a dar a la mar que es el morir”, todos iguales. Calderón invierte los términos y hace a todos “postrarse a las plantas” de Segismundo, un preso, rozando una apariencia de querer suprimir las escalas, los privilegios, los roles. Pero, como decía, es sólo un carnaval efímero, del que se vuelve con ese triste “los sueños sueños son” en el que una realidad superior, natural, coloca a cada uno en su sitio. ¡¡Incluso a Segismundo, al que, siguiendo el topos del género, acaba colocando de príncipe, reconociendo su sangre regia!!
 En el comienzo, Calderón parece retar al hado, invirtiendo el designio de este, que predice que Segismundo matará a su padre. Utiliza el mito de Edipo y lo aniquila. Literariamente, y políticamente, parece un cambio. ¿Pero lo es realmente? No. Mantiene el derecho de sangre. Y algo más grave: mantiene la impunidad del rey y sus principales ante el verdadero delito natural. ¡¡Qué pena!!, de nuevo, como en “el Alcalde”, Calderón toca la verdadera Justicia, ¡y no es capaz de abrazarse a ella! Es ese el momento más actual de la trama, en donde la dirección y los actores se la juegan, y donde a mi entender, pierden.
  En lo propiamente dramatico, la última escena es débil, todo vuelve a su orden “natural”. Blanca Portillo, sin embargo, engrandece la escena con un gesto sutil que demuestra conciencia. Abandona la escena sin más, como si de algo cotidiano se tratara, sin darle pompa y fanfarria, disminuyéndolo. Parece un final de Janacek, un gesto de Jenufa. Eso es altura. ¿Pero es esto suficiente para mostrar una verdadera interpretación del texto, una implicación con la obra? En absoluto. Porque no es el final el gran momento de la obra. El gran momento de la obra, el truco de Calderón para poder decir lo que dice, está en la escena en que Segismundo se encuentra por primera vez a sí mismo como príncipe, el momento en que dice las verdaderas “verdades”. La liturgia es clara; las puede decir porque la escena está invertida, porque el personaje está trastornado.  ¿Pero lo está verdaderamente? Es ese el momento en el que una compañía debe demostrar que hace “Teatro” del grande, que reflexiona sobre las obras, que se vincula con la realidad. Porque es ese el momento de mayor lucidez y de mayor cordura de Segismundo. Quijote dice con seguridad: “Yo sé quién soy”. Calderón había leído a Cervantes, y cita aquí al Quijano de forma sutil .“Sé quién soy”, le dice Segismundo a Basilio en la escena sexta. ¿No está diciendo Segismundo de su cordura, del mismo modo que Quijote demuestra al final la suya? ¿No equipara Calderón a Segismundo con un Quijote cuerdo, de tapado, en una escena en la que parece loco? ¿Hay cordura mayor que apelar a la Justicia de los actos por encima de la Justicia de la sangre y de la Corte? ¿Y no habría de ser esto, defender en el hoy una justicia igual para todos motivo de una interpetación más meditada? ¿Por qué no presentar a un Segismundo tranquilo, infinitamente cuerdo, en donde la tensión de su cordura con el contexto e incluso con el texto, nos remitan a la voz necesaria para una Justicia verdadera en este mundo que se desploma? A día de hoy, los que han dejado el mundo como lo estamos viendo deberían sin ninguna duda ser juzgados por ello. Decir esto debería ser tomado como un acto de cordura, no como un aspaviento desesperado o enajenado.  Sin embargo, la voz de lo políticamente correcto nos silencia. Los que dicen las cosas como son, los que aspiran a una Justicia verdadera, son presentados como bufones o exaltados del imposible, mientras los demás, lúcidos en su inopia, parecen creer su propia verdad. El Teatro debería tener una inmensa responsabilidad en las pequeñas transformaciones inconscientes de los “pensares a la deriva”. Sin embargo lleva él mismo el timón de ese pensamiento a la deriva, perezoso, e irreflexivo. Anclado en el pasado, no es capaz de dar un paso hacia delante, y mantiene en formol textos que fueron creados para vivir “vivos” eternamente. Salgo de Almagro de madrugada con la inmensa necesidad de abandonar un lugar estático en el que el propio Teatro se contagia de la pompa de otro tiempo, abandonándose panza arriba, como los hombres ante el sol de la manchega llanura, cada Julio.

jueves, 8 de marzo de 2012

LA CARTA. WILLIAM WYLER.


 Veo de nuevo uno de los clásicos de Wyler, de los años cuarenta. Una mujer mala (Bette Davis, claro), casada y acomodada, que vive en Malasia con una gran cantidad de servicio malayo, mata por despecho a un hombre que era o había sido su amante. Declara que lo hace en defensa personal, por acoso. Tiene amigos influyentes que no sólo le ayudan, sino que ocultan las pruebas de que aquel era su amante. Sale libre aunque no enamorada de su marido. La mujer del hobre asesinado; una mujer asiática, y el criado de la Bette, asesinan por venganza al personaje de Bette.  Fin.
 Hay en este argumento una ingenuidad, el regusto de una justicia por encima de la justicia que nada tiene que ver con la realidad, sino que apunta más bien a un deseo de un Dios onmipresente y justo. Desde el punto de vista argumental, carece de la tensión de lo esperado, pero conviene pensar más allá del cine… Pienso que quizá aquellos años cuarenta permitían todavía este tipo de pensamientos, que nuestro horizonte de expectativas ha cambiado mucho. Que una justicia de ese tipo es para nosotros ya inverosímil. No existe Justicia para el malvado, y el bueno es muchas veces ajusticiado. El mundo político español, las imputaciones de cargos públicos, el conglomerado delictivo y los abusos cometidos desde el poder, son ya el pan nuestro de cada día. Un desfile de justicia no aplicada. Sin embargo, son condenados los que intentan que esa justicia se cumpla, los que van a contracorriente con el ejercicio del abuso de poder. En Wyler, como una leve trenza sutil que da vida al relato, el que comete la venganza es el sometido, el pueblo malayo, el indígena, en lo individual y en lo colectivo, para el cuál la justicia es otra, bien distinta; mucho más cruel. La película de Wyler nos recuerda, sin embargo, esa revolución posible, en la que el sometido da forma a una justicia que está por encima de lo formal, y en la que se restaura el orden natural de las cosas. Algo que debería, por estos lares, ojalá sin violencia, estar por llegar.
 

sábado, 25 de febrero de 2012

MILTON GREENE

  Acabo de descubrir a Milton Greene. Nunca había visto sus fotos. Me deleito en http://www.archiveimages.com con sus fotos de Marylin, y, tras ver un estupendo documental sobre ambos, lo hago también con su posición, con su vida. Pero atendamos sólo a su parte fotográfica, a su concepto de la imagen. Los grandes retratistas de los rostros conocidos, como Avedon a Annie Leibovitz, toman una postura clara: no van en contra de la imagen que sus retratados portan. Porque los rostros públicos no son personas; son sólo rostros, imágenes. Uno de los grandes cambios de la segunda mitad de aquel siglo fue esa: la capacidad de crear imágenes más allás de las personas. Si hay un caso paradigmático, quizá por su repercusión mediática, es el de Marylin. Ella misma cae vencida por su propia imagen. El mundo, la realidad, se convierte desde entonces en "lo que se ve", no en "lo que es". Desde el punto de vista intelectual, fiolsófico, e incluso ético, no es ninguna heroicidad desenmascarar algo que es, desde el punto de vista humano, una pena. Pero desde el fotográfico, este desenmascaramiento atenta contra el propio medio. ¿Cómo negar la imagen de Marylin desde la imagen misma, a través de un medio cuyo únicas armas son "lo que se ve"? Milton Greene desmonta el mito acudiendo a la misma Marylin, es capaz de ir más allá del propio imaginario colectivo, transido por el "producto Marylin"( me imagino que creado para generar pingües beneficios, aunque no lo veo del todo claro). Miton Greene crea otra Marylin, más parecida desde luego a Norma Jim, pero sin énfasis, sin caer en un nuevo cliché que se confronte de lleno con el anterior. Sin caer en los mismos vicios que sus contrarios. No. Milton Greene deja a la imagen libre, desata el vuelo de lo misterioso, de lo sutil, de lo humano inefable. Y deja a Marylin para nosotros como las ondas que deja la piedra en el estanque, una vez alcanzado el fondo.

LA FORJA DE VULCANO

 Hoy fue un día de desandar lo andado; una vez abandonada la forja, quedaba entre sus sombras la Gradina hecha a martillazos sobre el naranja del metal ardiente. Volví a escarbar entre sus rincones hasta encontrarla en el suelo, abandonada tras ser cercenada. Después, una vez en Moncloa, volví al Museo del Traje para ver las obras de Sonia Kabello. Llgué cuando las puertas estaban cerradas. Apenas me dió tiempo a soñar las obras y saludarla a ella. Todo había empezado así, muy de mañana, con la multa por el olvidado coche en carga y descarga, y la prisa y el salir sin llaves. Todo circular, como la Forja de Vulcano. Hoy, en la Facultad, le dedicamos la tarde a hacernos nuestro propio cincel, nuestro propio puntero, nuestra gradina. Golpes y golpes sobre el hierro candente para dar forma. Reciclar desde acero abandonado, y construir, hacer uno mismo. Helios fue el que chivó a Hefesto que Venus se veía con Marte. Les preparó la fina malla y los encerró y dejó colgando, mostrando a los olímpicos el adulterio. Marte es la guerra. Es aparente pero es la guerra. Hefesto es el oficio, el trabajo, la fabricación de las cosas. Venus es la belleza. El encuentro de Marte y de Venus me recuerda al encuentro de los tecnócratas gobernantes con el aparente brillo del oro; con el poder. Abajo, apartado, confiado y silencioso, Hefesto trabaja. El final de la historia es digna para él y humillante para los otros, pero sería demasiado soñador esperar algo así para nuestro porvenir. No creo que esta Reforma laboral conduzca a la victoria del trabajo. No desde luego a partir de ella, pero tampoco como resultado a la reacción que provoque. De lo que no me cabe la menor duda, viendo cómo nos aproximamos a la Edad Media, es que este mundo que nos ha convertido en piezas de un engranaje que nos hace dependientes e incapaces, desaparecerá. Y que en el nuevo, sólo sobrevivirán los que puedan plantar sus tomates, criar sus gallinas, y a fuerza de golpes, hacer su propio puntero, su propio cincel, y su gradina, para darle forma al mundo que le rodea. Desandar lo andado. Volver, cíclicamente, como ya anunciaba Nietzsche. Cerrar el círculo del día pensando círculos, orgulloso de ir aprendiendo a nadar en la desesperanza de lo venidero.

viernes, 24 de febrero de 2012

GROWTH. MANUFACTURED LANDSCAPES. EDWARD BURTINSKY.




 En la mañana del 31 de Diciembre, entre las calles del Jardín botánico, se encontraba escondida una exposición llamada Growth. La propuesta, en la que participaban diferentes autores, planteaba la pregunta del crecimiento, de manera abierta. A cualquiera, de golpe, le asaltan preguntas sobre sostenibilidad, sobre medio ambiente, unidas a pensamientos de origen económico, de explotación, de concentración de poder. Se nos viene a la cabeza sin querer aquella “locomotora desenfrenada” de la que hablaba Walter Benjamin. Aunque hay otras formas de ver el crecimiento, de forma positiva, claro, y no menos razonable.
  Uno de los autores de Growth era Edward Burtinsky, el fotógrafo de las canteras, de los grandes destrozos de la tierra, el hombre de los paisajes destructivos, salvajes, gigantes, chiflados. El hombre que plantea la escala en la que el hombre destruye al tiempo que crece, que crea. El hombre que embellece la otra cara, que encuentra la belleza de las imágenes en la ordenación de los elementos de la locura de este mundo. Burtinsky es transformador. Plantea lo invisible, lo muestra, hasta sentir y hacer sentir la necesidad de un cambio de actitud, individual, social, económica, y política. Sus fotos son expresivas, claras, ordenadas, bellas. La televisión canadiense, de la mano de Jennifer Baichwal, le dedica un documental llamado “Manufactures Landscapes”. Le sigue en su búsqueda de las fotos por las grandes cadenas de producción chinas, por la Presa de las tres gargantas, por paisajes de petróleo y residuos de metal, por astilleros, por paisajes de carbón, por las calles y casas de Shangai… 
 Siempre en China, el documental busca mostrar cómo esa industrialización rápida y brutal va transformando la tierra al punto de ir destruyéndola.
 A este lado, sólo la duda.

jueves, 9 de febrero de 2012

Sergio Larraín, adiós.

Ha muerto Sergio Larraín.  Me enteré de la noticia cuando venía meditando sobre los milagros del esfuerzo. Tengo suerte, me decía a mi mismo, de tener una tendencia natural al esfuerzo (creo imaginar detrás de aquel una caja envuelta para regalo). Hoy, después de más de seis horas de esquí alpino tras el agotador día de ayer, volví a Beret para aprovecharme del sol y de la huella luminosa del circuito de esquí de fondo. Tener un circuito de esquí de fondo para uno solo en la hora del atardecer, rodeado de un valle de montañas nevadas, es ya un regalo. La luz de esa hora, con el cielo despejado, colándose por entre la nieve, otro. Ni el frío, ni los dedos de los pies semicongelados podían con eso. Di casi dos vueltas al circuito grande, unos doce kilómetros, imagino, a diez bajo cero. Volví al coche buscando calor, y encontré imágenes. Esa de la serie que no quiere empezar del todo; un coche solo en un aparcamiento siberiano. Y después, bajando hacia Tredós, el cielo gris y enrojecido mezclándose con los hielos de la luna; qué regalo. Una más para la serie de "fotografiar la pintura". Y más aún, esa cordillera lateral de la carretera, en la que descubrí lo que es un fotógrafo. Había muy poca luz y sólo tenía a mano una cámara semiautomática. Una Canon que no es "mi cámara". Intenté la foto y no salía. Una y otra vez, pero no. Tenía las manos casi congeladas por segunda vez en quince minutos, tras las fotos del aparcamiento. "Un tripode, necesito un trípode", me decía. Pero nada más lejos de la realidad. No tenía trípode. Aún así no me rendí, cogí la caja de las botas de esquí de fondo y la puse sobre la carretera. Apoyé la cámara y disparé, con los dedos casi congelados. La foto salió. Soy un fotógrafo, me digo. Por cosas como esas, no por fotos como esas. Detesto el riesgo excesivo en la fotografía y en casi todas las cosas, como bien sabe Stephanie Kitten, con la que hice un capítulo sobre "fotografía y riesgo" colgado de un cortado de una de las sierras del sur. El esfuerzo y el milagro. Y diciéndome esto leo que ha muerto Sergio Larraín, el hombre. No el que levantó las pasiones de Cartier o el que le trajo la foto de Russo, después de encontrarlo en Sicilia entre matones. Sino el hombre. No el que fotografió la miseria chilena, sino el hombre. No el maestro de los encuadres ni el genio de los pájaros, sino el hombre. No el que hizo la foto que imaginaríamos una y otra vez leyendo y releyendo las babas del diablo. Sino el hombre. Por cosas como las de Sergio Larraín, y no por fotos como aquellas, fue, y es, Sergio Larraín, aún, ya estando sin estar, fotógrafo.

lunes, 6 de febrero de 2012

OLA DE FRÍO POLAR EN BAQUEIRA. UN TANGO

En las últimas cuarenta y ocho horas no ha dejado de nevar ni un minuto. Baqueira se ha convertido en un paraíso. Nunca tanta nieve junta en mis ojos. Cada vez que la estrenamos nos espera una sorpresa. Cada vez que la pisamos bailamos un Tango.




El Tango es un juego de melancolías; a la vez que añora el pasado( un tiempo mejor, una juventud perdida, un viejo e inolvidable amor, un asomarse ) busca el anhelo de lo compartido. En el abrazo está todo, es un vínculo que permite a la mujer seguir los pasos del hombre como si en realidad supieran ambos de lo por venir. El Tango; caminar juntos, detenerse amorosamente juntos (como la novela). Pero es también cambiar el rumbo, girar, languidecer, ser góndola. El canto o el bandoneón se hace movimiento. Es la metamorfosis, el cambio de forma, el cambio de estado. Una traducción. Pero no es sólo movimiento, se hace también línea, distribución en el espacio, dinámica. Del mismo modo que el hombre transforma el canto en dirección, dibujo, y ritmo, la mujer convierte la intención del hombre en un paso a dos. Escuchar, en sentido doble. Sentir, como algo global. Creo que esquiar es como bailar Tango. No sólo es imposible hacerlo sin la disociación del baile, el giro de tronco, la independencia de las caderas, sino que la ladera es como un Tango; nos canta. Nos canta con la pendiente, con el tipo de nieve, con las huellas que la hollaron antes que nosotros, y hasta con la luz (escondida) que la hace otra, y con el frío que la quiebra y con el viento que la desnuda. Nosotros la transformamos en línea, dibujamos una trazada entre las infinitas que nos propone la propia ladera. Es el primer paso de este Tango. El segundo, la escucha fina y última que hace a las tablas adpatarse a la propuesta de la superficie como si los pasos de uno fueran los pasos del otro, depende de una escucha pormenorizada, sutil, immediata, y doble, relajada y activa, en la que la imagen propia sea la de un cuerpo deformable (agua de río sobre el guijarro), flexible (seda sobre la piel), capaz de adaptarse como un molde a su otro lado, capaz de hacer no de la melancolía, sino del silencio, un silencio caricia y amenaza, un dibujo en la nieve.



domingo, 5 de febrero de 2012

NADAL-DJOKOVIC y la Guerra de los Balcanes

El Domingo pasado, día 29 de Enero, Nadal y Djokovic se agarraron a la victoria con pelotazos de superviviente. Batearon al enemigo y odiaron perder y perderse, agitaron sus infiernos interiores y repartieron, ambos, con precisión, balazos de fuego. Soñaron ambos un paraíso y se apostaron los dos en un guión con dos monarcas. Homenajearon golpe a golpe a dos criaturas ninguneadas: el esfuerzo, y la épica. Dicen que la epopeya cayó en desuso después del XVIII. Sin embargo, fueron ambos también, de lejos, grandes héroes. Los que adoramos la gesta histórica del tipo de Jim Thorpe, Dorando Pietri, Abebe Bikila, Carlos Lopes, Steve Ovett en el 84, a Paavo Nurmi y a Zatopek, a los Lendl y McEnroe del Garros del 85, y a un infinito de gestas no siempre victoriosas, nos pareció que si hubo algo grande en el partido de Australia fue que ambos convirtieron a la victoria, soñándola, en algo secundario. Dicen, cuentan, que Djokovic ganó el combate, pero en su celebración perdió el honor. Djokovic, serbio, pertenece a una nación en el nombre de la cuál se cometieron algunas de las peores atrocidades de los últimos veinte años. Serbia, de manos de Milosevic, representó en los noventa la fuerza bruta, el poder de la brutalidad, y gestionó con impeorable actividad la limpieza étnica de los albaneses. Hoy, Kosovo divide más que suma, y en ese misterioso desaparecer y diluirse de las responsabilidades que nadie asume, los sufrientes están ahora en todos lados; a uno y a otro lado del puente de Mitrovica. En la memoria kosovar, y en el presente de los serbios desplazados. El grito de Djokovic apela a todas esas fuerzas, nos recuerda al grito de guerra serbio, humilla la memoria de los muertos, y enaltece una actitud que podría confundirse con una actitud nacional. Es, por tanto, a mi entender, una celebración que va más allá de lo moralmente aceptable. Sé que hay mucha gente que piensa que el deporte no pertenece a este mundo, que nada tiene que ver con la Polis. Pero cada una de las actividades humanas suman y restan valores al mundo. Ulises, Ayax, y Aquiles, participaban de los Juegos en el mismo grado que participaban de la ciudad política. Eran ciudadanos en el verdadero significado del término. El furor es un desastre para el mundo. La alegría lo ilumina. Uno apela a la violencia, el otro a emociones de concordia. El furor y la violencia del poderoso, del victorioso, desde Sargón II hasta el último ejército de Estados Unidos, pasando por todos los rincones del mundo, constituyen un germen de lo que luego será ya un nuevo "demasiado tarde. Léase a Isaiah Berlin de nuevo. Nadal y Djokovic vehiculan y propagan las virtudes y los vicios de nuestra sociedad de un modo mucho más influyente que los manuales de moral, que los educadores, o que nuestros políticos. Son los modelos inconscientes de nuestros mundos. Djokovic quedó por debajo de la victoria en Australia. Nadal estuvo muy por encima, al punto de darme cuenta de cómo, al entornar los ojos, es el trofeo el que le sueña a él, no él al trofeo.