miércoles, 12 de septiembre de 2012

CLAROSCURO DEL BOSQUE, REMBRANDT, GOMBRICH, Y DJOKOVIC

Así habían titulado Jose Luis Gómez Toré y Marta Azparrén su maravilloso libro, en el que, casi asemejando una isotopía, se encuentran el trazo y el verso imitando el encuentro entre el viejo Heiddeger y Celan, los dos lados de los años oscuros. Para ello; la Schwarzwald, adonde no me canso de ir cada navidad a visitar a la mujer de las flautas Ganassi; a Monika Musch. Este lunes, sobre las nueve de la noche hora española, en Nueva York, se juega la final del último “Major”; el Open U.S.A. Mientras yo ajusto mis últimas cuentas con Gombrich para mi examen de Historia del Arte del día siguiente, Murray mantiene el tipo ante un gran Djokovic. No sólo psicológicamente, sino tenísticamente. Ni un anzuelo, ni una trampa de esas que Djokovic usa como en las artes marciales, utilizando la fuerza del adversario para su golpe propio; esa trampa en la que había caído Ferrer en semifinales, y en la que con frecuencia cayó Nadal en 2011: los angulos abiertos.  Después de los dos primeros sets, de gran tenis, Djokovic remonta para el quinto con trazos que mezclo con los de Velázquez, quedándome, a pesar de todo, con los de Don Diego. Una mirada a la pista, desde arriba, nos enseña el escenario. Como una arena en el circo romano. Los tenistas poseen casi las características del gran orador de Quintiliano: “vir bonus dicendi peritus”. Su pericia está en el decir tenísitico, tan difícil como el retórico. Su bondad radica en la nobleza y en la fortaleza de su espíritu, menos tramposa que la venenosa palabra. Leo a Rembrandt; y siento la emoción de Gombrich hacia un gran hombre. Siento el claroscuro de algo más hondo; del latir humano del más allá. En ese decir de Rembrandt hay algo inefable; un silencio. Aspira a uno de los grandes misterios del hombre; a aquello que está detrás de la mirada, la luz en la sombra. Pero esta vivencia implica también claroscuros, los de la fama y los de la soledad. En esos cuadros siento la hondura casi triste de una empatía. Vuelvo la vista hacia los golpes cruzados del serbio. En ellos, la única aspiración es la gloria. Al lado de Rembrandt, devienen absurdos. Ese es el “claroscuro” de este bosque en el que conviven disparidades tan sonoras y tan silenciosas. Una alabadas, otras incomprendidas. Sobre estos pilares anda este mundo, ya a gatas, ya cojeando. Porque al final, todo es efímero. El gran Djokovic hinca la rodilla, repitiendo su derrota en una final de un grande, como había hecho Nadal el año anterior. No le van a Djokovic las finales en lunes. Murray, victorioso, no sabe qué hacer con el triunfo. Me quedo con Rembrandt hasta altas horas, en una extraña claridad de la noche. Esperando con ganas el martes, para poder ver y hablar de las imágenes que nos emocionan.

martes, 4 de septiembre de 2012

HENRI CARTIER BRESSON




  Hay que estar loco para querer hablar de Cartier. Cartier Bresson, ríos de tinta de la fotografía. Hacer un análisis sistemático desde el punto de vista histórico y estético sería, de algún modo, traicionarle. Como Nietszche (y como Cartier) seré asistemático. Decir que Cartier es asistemático quiere decir, según apreciamos en la lectura de sus textos, que no le interesan los grandes debates sobre la categorías: no le interesa la especulación; ni sobre el lugar que debe ocupar la fotografía entre las Bellas Artes, ni sobre la técnica. Ni siquiera sobre la composición, aún siendo esto, en relación al tema y a su “instante decisivo”, lo esencial para Cartier. Para Cartier, el pensamiento especulativo carece de sentido; su pensamiento es apenas una picelada verbal, e imágenes. ¿Qué es esencial para H.C.B? “Para mi una fotografía es el reconocimiento simultáneo, en una fracción de segundo, por una parte del significado del hecho, y, por la otra, de una organización rigurosa de las formas percibidas visualmente que expresan este hecho” . Cartier quería siempre mezclarse con la gente, fotografiar gente. En París, en Asia, en Rusia. El contacto con la gente es lo que le pide a Nicolás Guillén (entonces el poeta nacional) cuando este le invita a visitar Cuba. El fotógrafo es un vagabundo, un nómada que vive en la calle a la búsqueda de aquello que llama “el instante decisivo”. De esta vision bressoniana devienen dos reflexiones. La primera, antiacadémica. La segunda, una forma de fijar fines y medios. El fotógrafo no es alguien capaz de escribir discursos estéticos sobre sus fotos. Es alguien capaz de captar, en el momento justo, ese equilibrio de fuerzas y formas significantes. Es un buscador de momentos significativos, desde el punto de vista visual. Recorta la realidad para abrirla, tal como hace Cortázar con la foto del recién fallecido Larraín en “Las babas del diablo”. Sus medios son la intuición, el sentimiento, el conocimiento, y la honestidad. “Basta con ser lúcido con respecto a lo que ocurre y honesto con respecto a lo que siente.”  . El fotógrafo como persona, es pues, primordial. Es fascinante escuchar cómo, lo que realmente le preocupaba a Cartier cuando iba a fundar Magnum, con Capa, Deymour, y George Rodger y Bill Vandivert, era lo que le costaría a “la Agencia” los trajes de Robert Capa. La dimensión humana cobra un papel predominante. Del mismo modo, las disputas sobre la entrada de Martin Parr en la Agencia, y la negación de Cartier (algo que nunca he entendido; a mi tampoco me gusta Martin Parr (aunque ya he llegado a apreciarlo), ¡¡pero lo considero profundamente bressoniano!!), además de sus, en cierta manera radicales, posturas sobre el uso del flash, del encuadre forzado, o del recorte de laboratorio, le dan una dimensión humana siempre presente en sus imagenes. Caprichoso y razonable, visceral y templado, apasionado, lúcido y torpe. Así debió haber sido Cartier. Y, si es importante es porque eso está en sus imágenes, pero también porque es capaz de captar “lectores”. ¿Cuál debe ser el objeto de la literatura? Captar lectores, no hacer eruditos ni críticos. ¿Cuál debe ser el objetivo de la fotografía? Captar “observadores”. Estos deben interpetar las imágenes en función de las imágenes mismas, parece decirnos Cartier, y no en función de los discursos o los temas de debate. Porque el objeto y el medio de la fotogarfía es la imagen misma. Y esta es capaz de vehicular contenidos semánticos complejos, derivados de su carácter inefable. Los discursos de la fotografía están alejados de los de la acción discursiva verbal. Observando las fotos de Cartier uno se vincula con lo humano, no necesariamente político o social. El juego, el humor, la soledad, la belleza, el orden, el azar. Todo eso está en Cartier. De algún modo se vincula con la corriente antiinterpretativa  de Susan Sontag, y se aleja de maestrías del tipo de la del Stieglitz, y de medios difusores como los que utilizaban aquellos de Photo Secession o de Camera Work.  Cartier no es un teórico. Sus fotografías son directas, comunicativas. En uno y otro sentido, nos maravillan más que hacernos reflexionar del modo en que normalmente nos hacen reflexionar las fotografías más sociales, como las de Hine, las de Helen Levit, las de Walker Evans, Dorothea Lange, Adriana Lestido, etc… por citar sólo algunos ejemplos. Cartier se vincula más a la humanidad de Doisneau; en ellos la gravedad social no es el tema, o al menos no necesariamente el único tema. Ambos buscan instantes decisivos, momentos captados como por arte de magia. Milagros cotidianos en los que confluyen hombres y luces, formas y movimientos.
  Sin embargo, y eso se refiere al segundo aspecto que quería comentar, todo Arte de imágenes se une a una tradición icónica larguísima, presente incluso ya en textos como el Enuma Elish o el poema de Gilgamesh. Desde entonces, y sobre todo en periodos en donde el anlfabetismo era extendido, como en la Edad Media, el ejercicio de interpretación de las imágenes, fueran del tipo que fueran, era altísimo. Entonces, ¿cómo definir el papel de la fotografía? ¿Cómo definir lo que es propio y único en la fotografía? Los comienzos de esta parecen devaneos con una copia de los objetos pictóricos. Una imitación de la pintura. La fotografía no estaba madura como arte propio. Con la llegada de Stieglitz y los trabajos de Steichen y Strand, la fotografía alcanzó una cierta dignidad, aún sin tener con claridad definido qué era lo propio de ella. El objeto. Cartier da un paso en esto, y a mi entender, es el que mejor ha definido lo verdaderamente fotográfico. No sólo a través de las imágenes, sino con esta pequeña frase: “la fotografía es una acción immediata, el dibujo una meditación” 
  El siglo XX ha confundido los géneros y hoy el objeto de la fotografía es múltiple. Pero sigo pensando en la importancia de definir lo propio, y creo que es Cartier el que mejor lo ha hecho. Su “instante decisivo” es, quizá, en donde mejor  conviven fines y medios, materiales y objetos.
  En relación a ese tema, hay algo propio en el Arte fotográfico; una mal llamada democratización. Todo el mundo (entre comillas) tiene acceso a una cámara. Todo el mundo puede disparar, hacer fotos. ¿Entonces? Cartier gustaba de enseñar los bordes en sus positivos. Defendía que no se cortara, que no se reencuadrara. Era una especie de ejercicio de virtuosismo que me recuerda al momento en que, a finales del siglo XVIII, los compositores (sobre todo Beethoven) llenaban sus obras de escalas para limitar el acceso a aquellos que quisieran tocarlas sólo a interpretes con la suficiente pericia.
   Creo que la mejor manera de hablar de Cartier es utilizar la estrategia de Steve Jobs en la Universidad de Stanford; contar historias. Creo que en los argumentos hay más vida y más sabiduría que en las argumentaciones. La primera foto que vi de Cartier fue la que tomó en Sevilla en el año 1933. En ella está todo Cartier. A través del muro destruido se observa a unos niños jugando. En realidad, están en un hospital. Los muros rotos nos dicen del entorno social, pero más allá de eso, un niño con dos muletas intenta huir del cuadro. Es un instante único; ese instante de juego, de alegría, de olvido, es, en cierta medida, irrepetible. Está Cartier porque está el instante, pero está Cartier porque ese instante ocurre en todo el cuadro, compuesto a través de un muro en ruinas, y porque la ordenación de los personajes responde a una cierta “necesidad”. A partir de ahí es cuando la fotografía lo tiene todo, cuando es necesaria la imagen, cuando las palabras empiezan a sonar absurdas.
  Desde esa fotografía, he buscado siempre a Cartier, y he comprendido mucho mejor mi manera de hacer fotografías. Uno de los grandes retos de Cartier fue el retrato, y dentro de este, consideraba lo más difícil retratar a los amigos de uno, al entorno. Con una vieja Rollei como la que usaba Doisneau, he iniciado esa serie.


 Quizá empezaría por esta foto. Es casi un homenaje a  Cartier, y a ellos mismos. En el año 2002, creo, le regalé a una amiga un cuento que escribí sobre un fotógrafo toledano de la ficción que conoció a un Cartier también de ficción, en un París que se parecía mucho al de las primeras películas de Renoir (sobre todo a “Un día en el campo”, en la que, luego me enteré, trabajó el propio Cartier). Al día siguiente de Cartier morir, ella se subía a un avión. Creo que fue el diario “la Republique” el que le dedicaba un inmenso monográfico. Ella lo guardó para mi (aún lo tiene). Después, en 2008, en un viaje a París, después de una visita invernal al cementerio de Montparnasse, fui a la casa museo de Cartier. Estaba cerrada y en obras, pendiente de abrirse. La miré por fuera, en aquella esquina, roja y gris, pequeña y elegante, como si encerrara un secreto; como si guardara las pisadas de una mirada de la que mi empatía no parece cansarse.