lunes, 14 de enero de 2013

"Yerma" de Lorca y el "Banquete" de Platón. (CDN María Guerrero)


  Leo “el Banquete” de Platón en busca de algunas ideas sobre el Amor que espero encontrar más en el discurso de Aristófanes que en el de Agatón o del propio Sócrates. Me sorprende Pausanias, con su “no hay Afrodita sin eros”, frase de la que podría hablar horas, pero llego a la idea de Aristófanes (del Aristófanes de Platón, claro) que busco: “Eros es el nombre para el deseo y persecución de esa integridad” (que es “llegar a ser uno solo de dos”). Aunque lo busco por otras razones, la formalización del texto en Platón responde (casi) siempre a una construcción dual, en la que ese “uno doble” es filosófico y es poético. Como en “Yerma”, donde Lorca es teatral y en momentos de una dulzura poética que nos amaina. En ambos, en Platón y en Lorca, se produce el mismo juego; es Eros, el amor, una excusa, para hablar, en el primero, de virtud y de justicia, en el segundo, de ese enorme tema lorquiano que es el honor. En Platón, según Aristófanes, eros es el deseo, en Lorca, Yerma desea un hijo. ¿Es sólo una pulsión, o representa algo más? En la concepción patriarcal del mundo, un hijo representa el cumplimiento de un deber, de un destino, de un rol, de una femineidad fértil; es, en suma, el cumplimiento de la institución social primera, el matrimonio. ¿Y qué espacio le queda al amor al eros, al deseo de un ideal que es en suma un ideal de bien? Si Yerma es yerma por culpa suya o de Juan, nos es indiferente, pero que Yerma mate a Juan no lo es. ¿Qué representa, esa muerte, para Yerma? Juan es un opresor literal, un vector inocente; un hombre, pero es, a la vez, la esperanza del cumplimiento de su femineidad, la esperanza de dar a luz un hombre nuevo que es en realidad la continuidad de uno viejo; un niño nacido en un espacio cerrado, la casa, donde apenas palpita el aire (que es, en realidad, metáfora de libertad). Pero Juan representa también un compromiso con todas las leyes sociales reinantes; es un compromiso con el honor, con la sumisión, con el encierro. En ellas, Yerma desaparece. No tiene voluntad, no tiene voz. Matando a Juan, mueren todas de golpe, las leyes, las esperanzas, y el opresor inocente (víctima a su vez de una opresora aún mayor; la pobreza). De repente, Yerma se ve sola, y libre. Aunque la tragedia es doble, tanto para la víctima como para el verdugo, esta escena crea todas las condiciones de posibilidad para el nacimiento de un hombre nuevo, de un hombre-niño con voz. Y no sólo eso, crea las condiciones para el nacimiento de una cosa llamada amor, que era, en Platón, ya dije, deseo de una integridad que no es sólo entre hombre y mujer, sino que es una integridad social; de bien y justicia. El cordel que mata a Juan es como el portazo de Nora; un principio. Es la verdadera fecundidad. De eso nada parece decir Platón.
   Por la tarde nos acercamos al María Guerrero a ver la representación de “Yerma”. Y allí donde aparecen sutilezas textuales, deja el director vía libre a la sobreinterpretación. Y allí donde aparecen símbolos y metáforas, se conforma el director con un texto leído de forma literal, casi sin fondo. Me quedo con el teatro de mi imaginación.

sábado, 12 de enero de 2013

SORGO ROJO. Zhang Yimmou.


En estos días de Enero aprovecho para que el Cine me devuelva la vida que roba el frío. “Sorgo rojo” brilla sobre todos los demás títulos. No quisiera hablar mucho de cine, ni entrar a detallar las escenas, ni hacer una crítica del guión. Pero siento, cuando “leo” las películas de Yimmou, que contar historias es mucho más que un guión perfecto. En esa escena primera, prodigiosa, en la que los porteadores bailan con la joven en el palanquín a cuestas está todo; esa fiesta, esa alegría (o esa crudeza, quién sabe si más crudeza que todas las demás cosas) son la consecuencia de una cultura y de una experiencia que va más allá del guión; está en la tierra, en el rostro, y en el cuerpo. Que “Sorgo rojo” denuncia a los “japos” es una evidencia, pero más allá de eso apela a un paisaje, a un vino, a un color, a una forma de salir y ponerse el sol, a una forma de expresar la existencia y la supervivencia; a una verdad propia que está en el espacio de lo irracional, en la médula misma de esa parte de China, que es, de alguna manera, una parte de Yimmou. Esa apelación del cine de Yimmou resuena con una forma de vida; es como si nos pidiera una vinculación real con lo nuestro, que nos pidiera que formáramos parte del paisaje, que nos confundiéramos con la tierra. De algún modo, es una llamada a esa “realidad continua” de la que hablábamos los días anteriores. En cada película de Yimmou hay algo de eso. Incluso en el “tempo” de su cine, Yimmou vive. “Linterna roja” es así, “Ni uno menos” también, “Hero”, e incluso su último “Amor bajo el espino blanco”, en el que sentimos el latido del adiós a través de una imagen sin palabras en la que el agua se interpone y se despide para siempre, también. En España, confundidos por nacionalismos y antinacionalismos, por federalismos y caracteres nacionales de derechas, existe una turbulenta manifestación hacia lo propio; una, orgullosa y soberbia, otra, pudorosa y “rechazosa”. En ninguna de las cosas de la bandera se haya eso que canta Yimmou, pero sí en la niebla de la mañana, en el color de los cielos matutinos, en el crujido del saltamontes en verano, y en el sabor del madroño y del aceite. Con eso, con ese olivo que acaricia el horizonte o con el mar bravo, es con lo que nos hacemos a nosotros mismos; en lo que nos definimos peninsulares y desde donde nos sorprendemos por lo transnacional, por lo nuevo, por lo otro. Más allá de eso, sin negar la justicia verdadera e imperecedera, sólo vive el rencor. 

domingo, 6 de enero de 2013

CODIGO 46, Michael Winterbottom. (2003)


Dicen que han venido los Reyes Magos. Aprovechamos un día como ese para ver Código 46; y la metáfora de la película nos abruma, no hablándonos de historias lejanas en escenarios exóticos, sino hablándonos de nuestra realidad misma. A María Zambrano le parecía que había que recuperar la metáfora como forma de pensamiento, como modo de hacer filosofía. Infinita sabiduría la de la metáfora. Por supuesto, la Zambrano tenía el bebedizo mágico en la Grecia de Pericles y “periPericles”; esa era la forma de hacer de Platón. Me pregunto qué metáfora traen los Reyes Magos y doy brazadas como las del Leandro griego, casi al aire. Pero, con el frío, viene la claridad; ante un niño pobre, nacido en un pesebre, traen los Reyes, que en ningún sitio dice que fueran Reyes (Rey quizá como metáfora de sabiduría, del que sabe ver, del que hace el viaje hacia el centro mismo de las cosas), de todos lados, no otra cosa que adoración. De los regalos, sólo materias primas, oro, incienso, mirra. ¿Adónde ha ido la metáfora hoy? Los regalos, hoy, sólo llegan a aquellos con posibilidades, y no les adoran sino les aturullan con paquetes en los que mayormente no hay ni una sola materia prima: sólo productos finales, no materiales con los que crear. Es más difícil matar una metáfora que una realidad, pero este año me pido que no me traigan nada. Y me lo conceden. No resulta casual la “lectura” de “Código 46”. En ella, aunque el principio parece imitar una realidad similar a la nuestra, creo que con toda intención, existen, en la práctica, dos espacios: un “dentro” y un “afuera”. El afuera no interesa, son los desheredados, en ella, todo es posible, porque no pone en peligro la realidad verdadera del “adentro”. Pero en el adentro, a través de virus se controlan los pensamientos ajenos, a través de coberturas se permite la movilidad, y mediante sencillas operaciones se borran las memorias ( recuerdos y experiencias) específicas que pueden alterar el funcionamiento del sistema. Es una versión avanzada y mucho más genetizada, del mundo feliz de Huxley. En él, las emociones y los recuerdos deben ser controlados al máximo. Pero no es Ciencia ficción; si somos capaces de aceptarlo, en nuestro mundo existen todas esa metáforas, y, en cierta forma, en nuestra mano está el grado que acaben por alcanzar.   

martes, 1 de enero de 2013

La Vallecana San Silvestre despide los años con la alegría que necesitan las despedidas y la firmeza con la que debe ser construida esa alegría. En la cola de los treintaytantos mil corredores, Elena, Miguel, y yo nos disfrazamos con nuestras mejores galas y no dejamos de festejar que se va el 2012 mediante una actividad colectiva, y sin perder el rictus que te dan unas gafas verdes, una pajarita roja, una camisa de rayas de colores y un gorrito lapón, al grito de “Sanidad, pública”. La vallecana fue una de las pocas alegrías de Vallecas en los años más duros del “caballo”, y, habiéndose mercantilizado hoy al son de Nike, abandonado en parte su carácter “popular”, apela a sus raíces en el cántico social y en el disfraz que los ortodoxos llaman “piratas”. Recuerdo aún el año en el que, en Canillejas, Benítez tumbó a McLeod. No fue Benítez un héroe, claro, pero el grito de los atletas en la meta, aquel “popular, popular, popular”, dicho con verdadero enfado, me impresionaron, en aquel año 84. Ahora ya no se sueña con careras populares, ahora se sueña con recuperar algo que es de todos y para todos: el derecho a una sanidad y una educación gratuita y de calidad como único medio capaz de garantizar una cierta igualdad de oportunidades.
 Antes de medianoche, empiezo con los papis una última partida de “Pocha”. La interrumpimos cinco minutos antes de la medianoche, para escuchar patochadas a Imanol Arias y las doce campanadas. Después seguimos jugando como sin querer que el mundo dirija nuestros pasos, manteniendo una “nuestra” realidad continua, de la que quizá hable mañana.