jueves, 19 de julio de 2012

LA CUEVA DE LOS SUEÑOS OLVIDADOS. Werner Herzog.


 
  Werner Herzog se mete en uno de los sitios mejor guardados del planeta; la cueva de Chauvet. Allí donde apenas un puñado de científicos pueden acceder, consigue él los permisos para rodar, para enseñar al mundo la cueva, para interpretar. Herzog es un hombre esencial; radical, en el mejor sentido dela palabra. Anda siempre buscando respuestas, en términos humanos, de cuestiones humanas. Como nuestra Zambrano, aboga por la metáfora como medio de conocimeinto del hombre. Detesta el ruido de lo espectacular y de la aventura. Es un caminante. Y un genio. Por eso, seguramente, habrá conseguido que le dejen rodar en Chauvet. Chauvet es la cueva donde se conservan las pinturas rupestres conocidas mejor conservadas y de una datación más antigua; en torno a 36000 años de antigüedad. El documental nos la enseña, e inicia un recorrido por una interpretación actorial. La pregunta de base es ¿qué hacían los hombres allí?  A veces, simplemente, las huellas nos hablan de un pequeño paseo, de un movimiento, de unas cuclillas. La búsqueda no es pretenciosa, no trata se saber qué hacían, cómo lo hacían, para qué y por qué. No intenta ir donde no se puede llegar. ¿Cómo pintaban? ¿Por qué solapan espacial y temporalmente las pinturas?  Pero eso ya es un cuestión interpretativa, desde el punto de vista antropológico. ¿Aspira Herzog a una visión científica de las cosas? No es su sello. Su sello son las preguntas poéticas, los acercameintos inflexivos hacia otra realidad. En un momento devanea con una pregunta urgente. Los hombres pintan encima de otras pinturas. No sienten la urgencia del tiempo ni del espacio, no están encerrados en esas categorías. Actúan, como niños, con plena libertad, pintan desde el espíritu, no para conservarse, sino para dar vida, para revivir, para obervar. Sin embargo, es un devaneo, no continúa la reflexión, no alcanza a ir más allá. Vuelve a lo literal, a ese mostrar casi objetivo. Obsesionado con la música, nos priva de una observación más silenciosa. Pero es insaciable. Herzog no está contento, no está convencido. En una de las entrevistas, introduce dos conceptos clave; la fluidez, y la permeabilidad. Ambos eran patrimonio de aquellos hombres. Con ellos, se produce un Aleph temporal. Todo parece suceder al mismo tiempo, ellos parecen estar allí, pintando, observando, como en el presente. ¿Y entonces el espacio? Cosa compartida, sin más. Sin líneas, sin lindes. Queda un espacio abierto a la imaginación donde todo es posible. Esa parte final es donde Herzog es más Herzog. En el postcript, Werner poetiza sobre esa permeabilidad que descategoriza la posibilidad. Como destruir las limitaciones de la lingüística generativa y darle alas para un inifinito de posibles y un imposible de imposibles. Todo como en un sueño, dice Herzog. En sus películas, Herzog coge hierros candentes. En esta, apenas los roza. El Palafox es un cine fascinante, enorme, irreal, cuando sólo diez personas asisiten a la proyección. La soledad maravillosa de esa extrañeza sólo la turba el doblaje. No tardaré en volver para verla en versión original, para escuchar la voz de Herzog contándomelo todo de nuevo, otra vez.

lunes, 9 de julio de 2012

LA VIDA ES SUEÑO. Compañía Nacional de Teatro Clásico. Almagro. 8 de Julio de 2012



  Me cito de nuevo con Almagro, como un ritual. Tentar el tiempo detenido en lo histórico en el mismo grado que detiene el tiempo el sol “a pleno”. Pero ¿y el Teatro? ¿Dialoga el Teatro con el tiempo o es hoy hacer Teatro clásico protección contra el avispero del Arte?
 Almagro me acoge con la ilusión con la que llega el ingenuo y me empuja con el empujón con que la realidad te explusa del paraíso de lo soñado. Y es justo de eso de lo que quería hablar, del supuesto paraíso de “lo soñado”; de “La Vida es Sueño” de Calderón, interpretada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico en el imposible (en la auditivo) Hospital de San Juan.
  En las comedias de la época; las comedias de Capa y Espada, hay un juego en el que la intriga deriva siempre en una realidad final en la que el mundo (un Dios sugerido, claro) parece distinguir la sangre regia de la que no lo es, independientemente de las peripecias destinadas a modificar la apariencia para confundir a ese “algo” que lo ve todo. De esto deviene un mundo: jerárquico e inmutable, del que se derivan los privilegios “naturales” a los que nos había acostumbrado el feudalismo. ¿Qué es nuevo en Calderón? ¿Qué es propio, individual, original, en lo literario, en lo político, en lo social, en Calderón? ¿En qué se postula D.Pedro como revolucionario? Y, lamentablemente, en bien poco. Intenta, en mi opinión, sin atreverse, a una democratización del devenir de la trama. Pero el juego es carnavalesco. Segismundo puede ser en tres días preso y príncipe. Calderón parece decir aquí, con ese “cada cuál sueña lo que es”, que la realidad es una realidad onírica, que en lo esencial, los humanos son como los hombres de Manrique, “ríos que van a dar a la mar que es el morir”, todos iguales. Calderón invierte los términos y hace a todos “postrarse a las plantas” de Segismundo, un preso, rozando una apariencia de querer suprimir las escalas, los privilegios, los roles. Pero, como decía, es sólo un carnaval efímero, del que se vuelve con ese triste “los sueños sueños son” en el que una realidad superior, natural, coloca a cada uno en su sitio. ¡¡Incluso a Segismundo, al que, siguiendo el topos del género, acaba colocando de príncipe, reconociendo su sangre regia!!
 En el comienzo, Calderón parece retar al hado, invirtiendo el designio de este, que predice que Segismundo matará a su padre. Utiliza el mito de Edipo y lo aniquila. Literariamente, y políticamente, parece un cambio. ¿Pero lo es realmente? No. Mantiene el derecho de sangre. Y algo más grave: mantiene la impunidad del rey y sus principales ante el verdadero delito natural. ¡¡Qué pena!!, de nuevo, como en “el Alcalde”, Calderón toca la verdadera Justicia, ¡y no es capaz de abrazarse a ella! Es ese el momento más actual de la trama, en donde la dirección y los actores se la juegan, y donde a mi entender, pierden.
  En lo propiamente dramatico, la última escena es débil, todo vuelve a su orden “natural”. Blanca Portillo, sin embargo, engrandece la escena con un gesto sutil que demuestra conciencia. Abandona la escena sin más, como si de algo cotidiano se tratara, sin darle pompa y fanfarria, disminuyéndolo. Parece un final de Janacek, un gesto de Jenufa. Eso es altura. ¿Pero es esto suficiente para mostrar una verdadera interpretación del texto, una implicación con la obra? En absoluto. Porque no es el final el gran momento de la obra. El gran momento de la obra, el truco de Calderón para poder decir lo que dice, está en la escena en que Segismundo se encuentra por primera vez a sí mismo como príncipe, el momento en que dice las verdaderas “verdades”. La liturgia es clara; las puede decir porque la escena está invertida, porque el personaje está trastornado.  ¿Pero lo está verdaderamente? Es ese el momento en el que una compañía debe demostrar que hace “Teatro” del grande, que reflexiona sobre las obras, que se vincula con la realidad. Porque es ese el momento de mayor lucidez y de mayor cordura de Segismundo. Quijote dice con seguridad: “Yo sé quién soy”. Calderón había leído a Cervantes, y cita aquí al Quijano de forma sutil .“Sé quién soy”, le dice Segismundo a Basilio en la escena sexta. ¿No está diciendo Segismundo de su cordura, del mismo modo que Quijote demuestra al final la suya? ¿No equipara Calderón a Segismundo con un Quijote cuerdo, de tapado, en una escena en la que parece loco? ¿Hay cordura mayor que apelar a la Justicia de los actos por encima de la Justicia de la sangre y de la Corte? ¿Y no habría de ser esto, defender en el hoy una justicia igual para todos motivo de una interpetación más meditada? ¿Por qué no presentar a un Segismundo tranquilo, infinitamente cuerdo, en donde la tensión de su cordura con el contexto e incluso con el texto, nos remitan a la voz necesaria para una Justicia verdadera en este mundo que se desploma? A día de hoy, los que han dejado el mundo como lo estamos viendo deberían sin ninguna duda ser juzgados por ello. Decir esto debería ser tomado como un acto de cordura, no como un aspaviento desesperado o enajenado.  Sin embargo, la voz de lo políticamente correcto nos silencia. Los que dicen las cosas como son, los que aspiran a una Justicia verdadera, son presentados como bufones o exaltados del imposible, mientras los demás, lúcidos en su inopia, parecen creer su propia verdad. El Teatro debería tener una inmensa responsabilidad en las pequeñas transformaciones inconscientes de los “pensares a la deriva”. Sin embargo lleva él mismo el timón de ese pensamiento a la deriva, perezoso, e irreflexivo. Anclado en el pasado, no es capaz de dar un paso hacia delante, y mantiene en formol textos que fueron creados para vivir “vivos” eternamente. Salgo de Almagro de madrugada con la inmensa necesidad de abandonar un lugar estático en el que el propio Teatro se contagia de la pompa de otro tiempo, abandonándose panza arriba, como los hombres ante el sol de la manchega llanura, cada Julio.