En la decisión de caminar desde Beceite al Parrizal se encerraba
una contradicción; la que existe siempre entre el que camina y el que visita,
entre el que abre una senda y el que recorre una senda ya marcada, entre el que
busca y el que va al encuentro de algo que espera. Pero era invierno y el
Parrizal, con sus aguas encañonadas, se sumergía en el olvido. Es otra de las
estrategias de lo nuevo, recontextualizar. No sólo el espacio, sino el tiempo.
No sólo el lugar, sino la estación. Las poco atrayentes aguas gélidas del
Parrizal no atraían, en estos días, a turistas. Era miércoles, 4 de enero. El
aparcamiento estaba vacío, los cobradores estarían de vacaciones hasta verano,
y en el cañón sólo encontraríamos sombra. Al atravesar los puentes de madera
que convertían el lugar en una maqueta, los troncos de paso, las pasarelas,
sentimos la torpeza que la humedad, el frío y el miedo, provocan en los que creen
poseer su propio equilibrio. Pisar las aguas heladas, siquiera por un momento,
podría significar renunciar a continuar por el cañón. Pero para eso teníamos las
varas de avellano de Somiedo; las varas de Pieri y Nieves, que, apoyadas sobre
las hamacas de las truchas, nos ayudaban a pasar. Así conseguimos llegar hasta
los Estrechos del Parrizal volando por entre las piedras, saltando de lado a
lado del río. El cañón se erguía como infranqueable acunando unas aguas de un
verde frágil. Un rayo de sol se colaba como un milagro por el cañón. Sobre una
piedra, nos tumbamos a descansar. Yo me dormí, soñando con alas de buitres y
pezuñas de cabra. A nuestra izquierda vimos salir algo que parecía un sendero,
un espacio por donde ascender y rodear el cañón, en busca del otro lado, de la
continuación del río. Trepamos sin cuerdas por entre bosques de boj que
escondían un silencio que nos pareció japonés. De aquel Japón de la penumbra
quedaba todavía el silencio. Cuando conseguimos salir de él, susurrando,
vimos erguirse edificios de piedra, torres y cúpulas modeladas por el agua, por
el hielo, y por el tiempo. Por escaleras de caracol quisimos acariciar su
hechura, y usando cuerdas imaginarias hicimos un rapel de celofán dejándonos
caer por rocas de hasta quince metros, hasta que recuperamos el cañón: habíamos
llegado al otro lado. Avanzamos ligeramente, pero nos atenazó la zozobra de la
ya entrante oscuridad. Entonces sentí la incómoda piedra sobre mi espalda y
abrí los ojos. El cañón seguía ahí, ante nosotros, pero el día empezaba a
enfriarse. Desperté a Getse, cogimos las varas, y volvimos por donde habíamos
venido.