Casi lo podría gritar en letras mayúsculas: ¡¡por fin!! :“Tres hermanas” de Chejov, por la Compañía Guindalera, cumple como pocas veces todas mis expectativas teatrales, por tanto literarias, por tanto plásticas, por tanto filosóficas, por tanto espirituales…
La
primera norma del buen teatro: no molestar. Dejar que el espectador vea ese
“cachito” de mundo. La segunda gran norma sería entonces“facilitar” la llegada de esa
historia. Facilitar no significa, como muchos creen, “simplificar” o
“idiotizar”. Del mismo modo que hacer de una obra algo contemporáneo no
significa subirse en unos patines, desnudarse, o hacer bromas calladas sobre la
imbecilidad de Rajoy, por ejemplo. Ser contemporáneo implica entender verdaderamente nuestro
tiempo, y, desgraciadamente, como el mismo Chejov afirma y la dirección de Guindalera
respeta, los problemas humanos parecen seguir siendo esencialmente los mismos. Pero, si
me atrevo a gritar a los cuatro vientos “¡por fin!” después de haber asistido
por segunda vez a la función y haber comprado ya las entradas para una tercera,
debería ser capaz de argumentarlo, en vez de asimilar este mal tertuliano de
nuestro tiempo: convertirnos en partidarios o detractores bajo el único
argumentario del amiguismo, el interés, el grito y el insulto. No, no, me negaré
a caer en eso.
En
primer lugar: la selección. A la
hora de escoger un texto teatral hay que escogerlo por una razón fundamental:
su calidad. Y la calidad supone la capacidad de tratar los problemas humanos
con la suficiente profundidad y nivel de observación como para que el buen
lector se interese por lo que allí sucede, no sólo en función de los hechos, sino
en función de la significación posible de los hechos. Chejov es una garantía en
cuanto a calidad textual, pero no lo es el hecho de que esa garantía resuene necesariamente
con las inquietudes, pensamientos, reflexiones, emociones e imaginaciones del
que será el director de escena. De manera que como en la medicina, el criterio
de selección depende de “un encuentro entre dos personas”, como le hubiera
gustado decir a Szczeklik. Ese encuentro entre Chejov y Juan Pastor ha sido una
bendición, sobre todo porque este último entiende a aquel primero…
En segundo
lugar, la interpretación de los hechos.
Desgraciadamente, en el teatro se ven todas las ideas, o la falta de ideas, que
la dirección tiene sobre un texto. En el blog de Guindalera hay algunas notas
sobre los personajes de “Tres hermanas” en las que se va reflexionando sobre “esa”
humanidad. Uno no tiene por que estar de acuerdo en todas las cosas que allí se
dicen, pero se ve, más en el teatro que en el blog, que hay una idea clara, y
propia, sobre el mundo y los personajes de Chejov. Hay algo después de la
segunda función que todavía me falta por aprehender. No todo esta dicho, porque
los espacios de interpretación son amplios y muchas veces inefables. Pero se
siente una profunda empatía , no con los personajes, como muchos críticos se
empeñan en repetir, sin ningún sentido, sino una profunda empatía por la Mirada
con la que se observan. Chejov era médico, y eso se ve; su observación de las
individualidades, su diagnóstico, recabando todos y cada uno de los datos
necesarios: forma de hablar, de moverse, biografía, comportamientos, unidos a su falta
de juicio moral sobre ellos son caracterísiticas del buen galeno.
Pero hay además algo en Chejov que le
convierte, como le hubiera gustado decir a Borges, mirando hacia atrás, en
Carveriano y en Hemingwayiano. Y es su observación del presente. Es un Janacek,
al fin. Porque trata con el presente sin necesidad de trucos argumentales. En
eso, el director de teatro encuentra su reto mayor, y el aplomo que da el saber
que uno “entiende” el presente le evita la necesidad de hacer algarabías
tensionales con el argumento o la necesidad de efectismos que denotan no otra
cosa que una falta de confianza en el texto y una falta de consistencia en la
interpretación. Pero ninguna de esas debilidades atacan al sistema immune del
director de Guindalera. ¡¡¡Bravo!!! No comparto con Chejov ese existencialismo
tan camusiano ni su tendencia al enfásis del desencuentro como destino. Pero la
maravilla está ¡¡en que Juan Pastor tampoco!! (¡aunque no fuera así seguiría
siendo maravilloso!) Chejov es mucho más que eso, y la
interpretación de un texto consiste en jerarquizar, en señalar, en encontrar
las ideas o los gestos que sean capaces de crear significado. ¡¡En tener una idea sobre el
texto, aunque se mala!! En lo que yo he podido ver, aceptando mis limitaciones,
hay dos elementos señalados: uno, el ambiente, y dos, la construcción
“individual” de los personajes. En primer lugar, el ambiente. ¿Qué nos mata
como humanos?, parece preguntarse el tandem Chejov-Pastor. Nos mata la
banalidad; lo trivial. Eso parece plantear Chejov-Pastor en la primera parte. En
eso es extraordinariamente moderno (si lo vemos desde nuestra posición
occidental y profundamente burguesa. y extraordinariamente poco moderno si lo
vemos desde la modernidad de otras sociedades, a las cuales la trivialidad,
asfixiados por la necesidad de sobrevivir, ni siquiera se les acerca. Allí matan las bombas, mata el hambre). A partir
de ahí, la falta de sentidos vitales lo convierten todo en un sinsentido, en
algo, como dice Tusencbach, “penoso”: “Y dentro de mil años, el hombre suspirará, como ahora: "¡Ah, qué
penoso es vivir!", y al mismo tiempo, exactamente como ahora, tendrá miedo
a la muerte y no la querrá”, dice Tusenbach. Sin embargo, Chejov-Pastor adelanta a Masha al centro de la escena, reduce el tempo de la
obra, le da espacio, genera un silencio que nos permite saber que algo va a
ocurrir… y entonces María Pastor se conecta con una emoción stanislawskiana, y
cuando siente que la emoción la habita, dice, desde ese tránsito: “Me parece que
el hombre ha de tener fe, ha de buscar una fe; de otro modo su vida es vacía,
vacía... Vivir y no saber por qué vuelan las cigüeñas, por qué nacen los niños,
por qué hay estrellas en el cielo... O sabemos por qué vivimos o todo son
tonterías, pamemas.”. En ese momento sabemos que algo ha pasado, que Juan
Pastor tiene una idea, que hace teatro y sabe por qué hace teatro, y que ese
momento es para el director como determinados momentos numéricos para Bach: no sólo
estructura dramática, sino estructura interpretativa. Desde ahí construye a sus
personajes, los salva desde esa esperanza que es sólo mirada, la mirada a los
abedules, a las aves migratorias, al viento, a la nieve, y a todo lo natural
que rodea al hombre y que le permite seguir respirando para sobrevivir a su
existencialismo y a su trivialidad. En eso Chejov sigue siendo romántico, y en
eso Juan Pastor sigue siendo genial: en la observación de esas fuerzas. La construcción de los personajes es pura orfebrería: los movimientos
de Masha, el uso de las manos, la expresión constante de Irina, el timbre de
voz de Olia, su vestuario, los gestos de Vershinin, el pie de Soliony, los andares
y la dulzura trágica de Kuliguin… nada dejado de la mano de Dios. Todo bajo una
dirección que además se permite guiños a la pintura regalándonos cuadros
inolvidables, que dispone el escenario con la perfección con que sólo pueden
hacerlo los que trabajan día y noche, que se permite acceder al afuera de la obra, a
nuestro espacio, con leves comentarios sobre nuestro tiempo, sólo visibles, como
dice Chebutikin “para el que lo quiera ver”. Así es este teatro, un teatro no
impositivo, cargado de referencias de todo tipo. Esa Masha, por ejemplo, es por momentos
Ofelia y es por segundos “la exorcisada”, liberando un mundo de referencias
teatrales conscientes o no, pero que se arremolinan en la trasera de una
compañía al parecer llenísima
de teatro por todas partes. Podría seguir hablando de esta obra durante horas,
podría ir personaje por personaje alabando las bondades del personaje y del
actor. De to dos y ca da u no de los ac
to res sin ex cep ción. Podría hablar del uso de las luces y de Rembrandt,
hablar del amor y del desamor, de la muerte, del egoísmo, de la simbología
mencionada antes, del incendio, de la despedida y de Rilke, también presente,
pero uno debe ocupar su sitio y no molestar. He sido ya demasiado extenso. Me
pondré el sombrero y saldré a la calle, absolutamente feliz y absolutamente
agradecido a la Compañía Guindalera y a Juan Pastor. La justicia, queridos
amigos, no es lo que necesita la compañía ni de la crítica ni de las
subvenciones de todo tipo. La justicia es lo que hacen ellos, consigo mismos,
con Chejov, con el teatro, con la literatura, y con la vida misma. Me quito el
sombrero.
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