domingo, 10 de diciembre de 2017

La Luz de Granada



 Una vista de Granada desde San Miguel, o desde el Sacromonte, coloca a La Alhambra en su máxima expresión. La Alhambra no es sólo un conjunto de detalles absolutamente deslumbrantes, una algarabía del agua, de la luz y de la sombra; es un ejercicio de ubicación. La localización de la Alhambra tiene dos vertientes, una práctica, obra de ingeniería, capaz de aprovecharse de todos los arroyos provenientes, y otra estética, capaz de sacar el mayor partido de todas las visiones que la integran de una manera colosal con la vista de "la" sierra nevada. Pero Granada no es sólo la Alhambra; “es también el Albaycín y el sacromonte”, te diría cualquierra. Pero no, hoy Granada sufre la epidemia más enfermizante posible; la del turismo. Caminar por la Alhambra o por el Albaycín es negarles lo fundamental para lo que fueron hechos; el juego de silencios, de luces, de sombras, de misterios. La contemplación es hoy imposible en Granada. Hoy, por consejo de Moneo (la vida  de los edificios), nos acercamos al Carmen de Rodriguez Acosta, junto a la Alhambra, libre del parasitismo del turismo, y hacemos una visita deliciosa por sus jardines, llenos del gusto por lo clásico, por lo ecléctico, y por lo simbólico. Un mundo de rincones con sentido capaces de emocionarnos, como pocas veces lo hacen los edificios. Hay también luz en ese rincón de Granada; una luz blanca condenada por suerte al semiolvido de las masas. Pero la rareza, nos dice Anita, “es una especie de virtud en un mundo homogéneo”.

Nos lo dice en un rincón del Albaycín que se convierte para ella en un rincón luminoso no por lo que es o lo que ha sido, no por su estética o por su ingeniería, y no desde luego por ninguna razón que no sea una presencia compartida. 
 Anita tiene quince años y una extraña presencia. Extraña porque está. Siempre está. Allí, con ella, y contigo. No en sí, sino para el espacio común. Caminando en el bello hilo de la comunicación humana. La verbal, y la no verbal. Ha abolido el miedo con el que normalmente los humanos caminamos por el hilo, y no percibe el tiempo. No sabe cuánto hilo seremos capaces de desenrollar, ni le importa. Y justo esa posición lo hace infinito. No ha hecho cálculos, no ha puesto líneas. Sólo ha traído consigo un amor genuino y una exigencia no común; sólo quiere de nosotros lo más preciado: a nosotros mismos. Ese deseo es, para mi, para nosotros, un tesoro. Porque nos halaga y nos llena de amor, en el mismo grado. Ha despojado en su existencia con tanta frecuencia lo superfluo que ha construido un castillo de memorias inolvidables, extraídas de una infancia muy alejada de un infancia entre algodones. De la palabra compartida a diario y de una observación minuciosa ha creado un mundo de detalles innumerables, de emociones, de sentimientos, de frases, de recuerdos, y  de deseos que nunca suenan frustrantes sino llenos de un cuerpo de realidad sorprendentes en el que el capricho no tiene lugar. Un juego de luces y sombras con el contrapunto del silencio de lo que sólo ella sabe; la realidad de la que han sido hechas. Pero Anita no es sólo ese conjunto de detalles deslumbrantes, esa algarabía humana. Es también una localización. Bebe del abandono tanto como de una abuela-palabra, ha hecho del frío una manta y es capaz de convertir en altares las ruinas. Con todo ello, reconoce a la perfección su exacta posición en el mundo. Al fondo, la sombra del pasado, desenfocado de la manera en la que ella misma quiere sacar sus fotos.  El pasado como bouqué. Al frente, el brillo de sus mejillas y sus ojos, como una sierra blanca y nevada capaz de aprovechar el sol que viene, y devolverlo todo. En Granada, escondida de la vista de los turistas, invisible a ella, hay una inmensa luminaria llamada Anita. Uno de esos seres preciados que, muy de vez en cuando, deja el mundo para que se muevan por él, silenciosos, a la sombra de las grandes catedrales.



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