jueves, 20 de mayo de 2010

la incoronazione di poppea

Con el capricho con el que la subjetividad maniata al objeto, me arrodillo ante esta Ópera "total". Total por lo grande, por lo bella. En el barroquismo que abunda sus planos radica su gran virtud; no por el uso de los Topoi marcados por el estilo, sino por el grado de apertura de significados que estos logran, más allá de los juegos más evidentes. Si el juego de utilizar actores masculinos para personajes femeninos radica en la propia médula estilística del barroco, mezclar las alegorías con los mortales y con los dioses son la médula en sí. Si bien los personajes actúan además para sí mismos, no es sino en la dualidad de los personajes explotada al máximo donde encuentro que Monteverdi alcanza su cima, con ayuda de los que le entienden, los directores de actores. Y me explico. Para empezar, en principio, en todo este juego sobra Ottone, que ejerce la función de actante límite. Es un personaje plano, guiado sólo por el amor, en el que no existen más conflictos que los del desamor de Poppea y el amor incondicional de Drusilla, maravilloso modelo de la alegría. Drusilla es interpretada con virtud, a Ottone parece faltarle voz... ¿o es característica del personaje? Y ambos tienen una de las escenas más bellas, donde Nerón alcanza su cenit. Pero es Ottone, al mismo tiempo, sobrante y clave en el entramado, precisamente por ello, porque sirve de referencia a las complejas personalidades de los otros, por mucho que su interior sea el sencillo amar-obedecer. El máximo lo da el triángulo Nerón-Poppea-Ottavia. El primero, caprichoso, enamorado de sí mismo y albacea de un poder ilimitado en el que cofunde el poder del emperador con el poder de Dios, es capaz de convertir Roma en Domus Aurea, llegar al poder a través de asesinatos a la rama claudia, casarse con la única claudia de sangre, Ottavia, tras el asesinato de su hermano, para luego desterrarla y acabar quemando Roma. Para los que conocen el final de la historia, el mundo significante, la tensión de la Ópera, radica en el hecho de que, una vez cerrado el telón, Nerón hará morir a Poppea de una patada, estando esta embrazada. ¿Entonces, en dónde radica la grandeza de este personaje? En la escena antes comentada, con Ottone y Drusilla, es capaz de ceder ante la falta de opciones de un Ottone obligado por su ciudadanía ante su emperatriz, y ante una Drusilla que es capaz de entregar su vida por su amor. Más propio de Salomón, Nerone alcanza su verdadera magnitud, se humaniza, nos sorprende. Se convierte en un hombre, rompiendo los grilletes de su caracterización. Se convierte en alguien capaz de perdonar; lo que hace de verdad al hombre hombre Lo mismo sucede en Poppea, cuyo discurso es el discurso enamorado, cuando en realidad en ella pugnan fortuna y amor. La historia, más allá del guión, ironiza con ella. Alcanzada la fortuna, la patada de Nerón le devolverá al Averno, Le dará una fortuna irónica. Si Ottavia caracteriza a la nobleza, en todas su vertientes, y es, en realidad, víctima, siendo la amada del pueblo, la verdadera emperatriz, por sangre, y la víctima de los despechos, la venganza contra Poppea, a la que obliga a Ottone, también la fuerza más allá de los límites cerrados de esta caracterización. El Aria del destierro, junto a los últimos dos dúos de Nerone y Poppea, y junto a la fuga de la muerte de Séneca (resuelta como lo hubiera hecho Janacek para impulsar la modernidad a mediados del XX. Ese "me voy a dar un baño", con el que Séneca se despide es equivalente al "de modo que ha muerto" de Jenufa) son los grandes momentos de la Ópera. Los grandes momentos son, en la realidad, gestos cotidianos, por más que la memoria nos engañe. Y queda decir que todo estuvo claro en la puesta en escena, que la comprensión de este Monteverdi fue total, que hubo, en mi opinión, un acierto soberano en los timbres de Nerone y de Poppea, al punto que, ironías del amor, muchas de las líneas se confundían, ante la cercanía de registros y de timbres, justo como lo hubiera soñado Rilke "el ser humano ve lo abierto cuando se confunde con su amante y este no le molesta". En ese juego de dobles barroco, la confusión de voces añadió un plano que no esperaba. La epifanía del amor, me digo.

martes, 18 de mayo de 2010

de Donosti al cielo

Corría el kilóemtro diez de carrera en la media maratón de San Sebastián, cuando uno de los corredores preguntó a Jorge: ¿Qué eres, latinoamericano?. No, no, le contestó Jorge, soy de Madrid. De Madrid al cielo, contestó el otro, de Madrid al cielo con un tiro en la nuca. No se libra uno de la ignorancia ni bregando en ese espacio familiar en el que se convierten las carreras populares. Una pena. Para mi, la carrera me demostró dos cosas: una, que bajar de uno veinte no va a ser tan sencillo, y dos, que hay mucho que aprender en cómo manejar la distancia. Esta vez, según lo planeado, me dejé llevar por la pasión, quería arriesgar y correr muy rápido la primera parte, confiado en que aguantaría la segunda. En el kilómetro 3 me di cuenta de que iba un poco rápido, pero aguanté el ritmo por lo menos hasta el ocho. Pasamos el kilómetro 5 en 18.20, a ritmo de 1:17. Los diez kilómetros en 37.20, todavía rápido. Y ahí apareció la entrega, durante dos o tres kilómetros vagué por la carrera, con más deseos de abandonar que de cualquier otra cosa. Cuando sobre el kilómetro 13 la liebre que marcaba el 1:20 me pasó, me sumé al grupo durante casi un kilómetro, hasta darme cuenta de que aquel tampoco era mi ritmo. Después, me vine arriba hasta el 18, intentando mantenerme en carrera, para poder apretar en el último kilómetro. Pero fue eterno. Me pasa, siempre, que no consigo vislumbrar si es falla física o falta de entrega, falta de lucha. En todo caso, convivo con una alegría inmensa cada vez que termino una media maratón, y esta vez disfruté, además, de animar a Tato, Amparo, y Alex, también vencedores de la distancia. Después, disfrutamos una chuleta de buey, en la buena compañía de la familia del primo de Tato, y de Donosti. Por la noche, en el cumple de Pendeva, cuando sonaban aquellas canciones macedonias, me di cuenta de que se podía ver el alma de un país a tavés de su música. Y aquella fraternidad y serenidad me hizo pensar en una nostalgia de hermandad que parecía abandonar el presente. Un presente en el que Garzón quedaba inhabilitado, para pena y vergüenza del país nuestro. Un lugar que, en contra de aquel, se niega el pasado.

lunes, 10 de mayo de 2010

La Isla. Giani Stuparich. Editorial Minúscula.

Llego a la lectura de la Isla con grandes esperanzas, la primera es mi horizonte de expectativas, no sólo trae el bagaje del Gatopardo, de las vendettas isleñas y corsas de Merimé y el poema de Piñera, llego también plagado de todos los Stevenson del mundo llego, y vengo también con la claridad que me dice que en esa insularidad se acogen de alguna manera gérmenes significantes. De otro lado, llego a esta lectura de la mano de Ernesto García, y eso siempre es un valor añadido. Así que me dispongo a la lectura, y empiezo a buscar una guía; a saber, ¿seguiré la lírica de las primeras partes de los capítulos? ¿seguiré la trama como si al otro lado hubiera una luz? ¿o simplemente podré ir desvelando un núcleo de una relación paternal o filial que se dispone a dar su gran salto o a alumbrar sus sombras? Nada acontece, sin embargo. Me inquieto cuando llego a las tres cuartas partes de la noveleta... y asumo la pérdida. Ni la lírica alcanza el verdadero vuelo, ni la isla en cuanto tal ejerce el peso que en cierta forma parece esconder el mito; emulando la vuelta de Virgilio, ese topos de vuelta al origen que no es en este texto más que una figura retórica sin ningún tipo de alcance propio. Lástima, me digo. La Isla es aquí una isla calurosa, es un Stromboli o una Sicilia que se “naifiza” ante los modelos previos, incapaz de ser por sí misma. Pero es que el guión acude también al cajón holywoodiense: “un padre con cáncer (se supone que él no lo sabe, pero ambos saben que ambos saben, lo cuál es, en su curva, aún menos cálido) vuelve a su isla natal para pasar sus últimos días, y así reencontrarse con su hijo (que en realidad es más de montaña (le hace bajar de la montaña para pasar estos últimos quince días con él, dando a entender que le hará descubrir de nuevo el mar); supongo que aquí quiere dar a entender un desencuentro, una incomprensión). El hijo redescubre la tierra que crea al padre, y hasta casi la comprende, hasta que una pepita de uva (la pepita de la uva del amor juvenil, se sugiere)atraganta al padre y le hace volver hacia la muerte, privando al hijo de la isla recién descubierta, o más bien dejando en él la nostalgia de una herencia que habita en él y que es, sin embargo, recién descubierta. Me pregunto por la recepción de este texto, en los años veinte entre el grupo de Trieste, y no encuentro una propuesta especialmente adecuada al tiempo ni al lugar. Mientras la marea negra de BP se extiende por el golfo de Méjico, no encuentro en esta pequeña isla los reflejos de un cierto paraíso literario, de un algo que pueda brillar en el fango petrolífico que, como una nueva metáfora, destruye nuestro mundo. Quizá lea la reseña de Ernesto García, puede que sólo me haga falta aguzar la vista.
http://blogs.laopinioncoruna.es/pajarosdepapel/
P.D: Desgraciadamente, la reseña de Ernesto dedica más comentarios al contexto de Trieste que a la noveleta en sí, así que con el gozo de la discordia renuncio a alistarme entre los admiradores de esta obra.

DISCUTIR CON UNO MISMO

El viernes por la noche me voy a la Efti, a los viernes de la Efti, para ver las proyecciones de "Genios de la fotografía", de las que espero una discusión que, evidentemente, por eso estoy aquí, discutiendo conmigo mismo, no se produce. En el primer capítulo, que es el quinto de la serie de seis editado por la BBC, se aborda un tema principal del que sólo percibo un escalonado bombardeo de estímulos: el abordaje de la intimidad, de la intimidad individual, y de la intimidad familiar. Los ejemplo son múltiples: los trabajos de Diane Airbus en el seno de una familia rica, los de Larry Clark en el seno de un grupo de jóvenes que se deican a drogarse y al sexo (este trabajo me parece impresionante, hay una algo, especialmente, que me hace recaer en la necesidad del "proyecto": cuando Larry Clark decide hacer un libro con sus fotos se da cuenta de que es fotógrafo, no antes, antes sólo hacía fotografías). El trabajo de Araki también me habla del trabajo, Araki lleva siempre una cámara, hace siempre fotos, retrata sin parar. Nana Goldin ha encontrado el espacio transexual como un eje vertebrador de significados, Bilingham desnuda a sus padres, desestructurados por el alcohol y la obesidad, Sally Mann a sus hijos y a su marido, progresivamente enfermo. Y, de repente, Cindy Sherman, dsifrazada de todos los modelos de mujer posibles, ejercita esa parte de la postmodernidad en la que el Yo es sólo un conjunto de mitos de la cultura. La pregunta que lo envuelve todo es: ¿Podemos desnudar el Yo? ¿Podemos acceder a una esencia individual a través de la fotografía? ¿O debemos renunciar a algo imposible, y sólo aspirar a repetir ls modelos? Creo que, como siempre, las respuestas son mucho más preguntas hechas de partes que respuestas, y cada proyecto desvela una parte de la realidad. Lo que va quedando claro es la forma en la que una verdadera obra toma cuerpo, y, es, sin duda, la fromalización de una idea, una postura, una forma de vivir. En el segundo debate sobre el yo, el de Sherman, desaparece ese hálito vital que es capaz de conmovernos mucho más que la postura reflexiva e intelectual, esa parte irreductible a la reflexión, en donde los humanos se reconocen a pesar de las distancias. El debate es en todo caso creador de obras, pero la mera reflexión crea muchas más contradicciones que iluminaciones cuando se piensa en Haití, que ya no es noticia, en la marea negra de BP, en la cicatrización de las víctimas de los ataques a Gaza, en los hijos de los muertos por el franquismo...
En el siguiente capítulo, Snap Judegement, se analiza el valor de la fotografía en el mercado del Arte, pero quizá tambien la madurez en la independencia del medio. La fotografía ha caído ya en la tentación de ser moneda de cambio, bien de inversión, independientemente de sus valores. En esa afirmación y competencia con las otras artes va adquiriendo su "yo". Abandonada la imitación de la pintura y su sometimiento a la instantaneidad (en todo caso yo sigo adorando a Cartier por encima de todas las cosas), la fotografía conoce sus medios y va haciendo uso de ellos, despojándose de todos los esquemas fijos que le impiden el ejercicio de la libertad individual. Si en la locura económica siguen las nauseas que rodean a las fotos, en la búsqueda de los caminos independientes reina la alegría. Y, mientras, al otro lado del mundo, se sigue muriendo de hambre.

lunes, 3 de mayo de 2010

Mil kilómetros por una horchata

Desde los tiempos de Stevenson, esos días en los que los humanos creían redescubrir el mundo, acotar sus esquinas, viajar ha seguido la máxima de Cesar Luis Menotti: a saber, el achique de espacios. Con la llegada de los satélites y la virtualidad en imagen (hay otra, aunque no lo parezca, mucho más linda: la de la imaginación) es raro el rincón no hollado por el pie humano (no envenendo por su presencia, debería decir). Así que, una vez reducida la epopeya a espacios del margen y comercializado con éxito el hecho de viajar, a los humanos nos ha quedado imitar a los grandes viajeros intentando alcanzar los extremos (desiertos y hielos) o subir Anapurnas. Pero entre el placer de viajar y el riesgo, debemos encontrar términos medios que no están ya en París, Londres o Roma, ante los cuales se interpone un monstruo de dos cabezas, silencioso: la velocidad y la comodidad. Vuelos directos y hoteles cómodos y centrales, bien comunicados. Acercándonos nos alejamos. Por suerte, existen contados seres casi mitológicos que viven en este mundo (que nadie se equivoque:ni son seres aislados, eremitas, ni son locos) cuya cordura llega a tal grado que no ven la televisión, sino que contemplan la pantalla de lo natural. Uno de esos seres, Patricia Mora, con quien tengo la suerte de compartir un alma, me recogió ayer, temprano, para llevarme a un lugar desconocido. Tras casi seis horas de viaje aterrizamos en Xerac, para comer arroz meloso con rape y cigalas, y poder ver el mar. Ella jugó a Alfonsina con final feliz y yo observé desde el viento de la orilla con la certeza de que mi vista no alcanzaría a verla en el horizonte. Después de este pequeño alto en el camino nos dirigimos a nuestro destino final: la horchatería Daniel, en el centro de Alboraya. Diez horas después de salir de Madrid, con la horchata ya sobre la mesa, los nervios hicieron que Patricia derramara la horchata sobre sí misma, como un bautismo. Era el bautismo de las pequeñas cosas, la recuperación de la ceremonia, la vuelta del espacio sagrado del viaje, el pequeño sorbo que no culmina nada,
la prolongación de un línea. Fue como un Carnaval; invertir los vicios del pensamiento común, invertir la dimensión entre objetivos y fuerzas. Fue como desarticular una frase venenosa: me re ce la pe na y volverla a articular: me me ce la a re na.
Que nadie imagine que esa horchata es una pepita de oro, que nadie imagine que nuestros paladares la distinguen de la que hacen mis vecinos de la calle Alcalá, también valencianos. No, el sabor de aquella horchata está hecho del lento acercamiento de los labios al vaso, de los ángeles que ocuparon nuestros kilómetros, del verde de la mañana, y del deseo acumulado por años. Tanto de eso como de esa materia que une todas las cosas entre ellas y desarticula otras dos grandes falacias: la del tiempo, y la del espacio. Esa materia no tiene nombre, pero está. Fueron mil kilómetros por una horchata. Ha vuelto Stevenson.