¿Qué es lo que quedará –se pregunta Orson Welles a la sombra de la catedral de Chartres – cuando todo se convierta en ceniza? “El hombre, desnudo, dicen los artistas”. “Nuestras canciones serán todas silenciadas”, dice Welles, “pero ¿qué importa?”, añade, “sigue cantando”. Debe haber un paralelo en esa mirada de Welles hacia La Catedral, con la mirada que tengo yo hacia Zegama; también La Catedral. De entrada, me digo, la estoy llamando Catedral de forma intuitiva. Sería justo argumentarlo. Cuando leo sobre Zegama escucho tópicos y tópicos y una analogía insignificante: “Zegama es Zegama”. Ninguna da cuenta de la realidad de lo que allí sucede. Por eso recurro a Welles. Zegama no tiene piedras que resistan siglos, pero algo debe cimentar su memoria. Hubo un tiempo en que precisamente eso; la memoria, era un valor. El objetivo de las grandes civilizaciones era que se preservara su memoria; escrita en tablillas o en pergamino, la palabra era la memoria de los pueblos. Y había, sobre todas las cosas, dos hechos contados: historia, e historias. La primera eran la crónica de las guerra ganadas, y el ensalzamiento de una gloria propia (previo silenciamiento de la voz ajena y anterior), las segundas, los mitos que justificaban la primera. Ambas bajo los cimientos y los principios de una memoria que debiera “durar mil años”, como mucho después diría el dictador, sólo obsesionado por su memoria en el futuro. Pero hubo un tiempo en que se quiso contruir no la historia, sino su representación misma; en este caso de Dios. Quizá el paralelo con las ingenuas historias primeras es que en este caso, la representación de la Catedral como casa de Dios, o representación de la magnitud de la deidad, estaba concebida como una casa eterna. Chartres, la Chartres que vió Welles, aspiraba a estar allí por siempre. Y allí sigue. Esos dioses, esos imperios, ese exceso de vanagloria, sólo quiere representar el poder, y abolir así la finitud del hombre.
Pero Zegama no es territorio imperial ni espacio de imposiciones. Sin embargo, aspira a una memoria mejor dimensionada, hecha a tamaño humano. Es la memoria cotidiana e invisible de los montes, las huellas borradas por la lluvia y aglutinadas en el barro, del pastor, del vaquero, del paisano, o de aquel que no tenía otra ruta para alcanzar “el otro lado” que bajar por la cresta del Aizkorri o caer al otro lado del Iraule. No es una ruta pintada sobre el mapa, sino pisada sobre las huellas del barro fresco y cotidianamente pisado. Recurre a tradiciones propias como la carrera pedrestre y el eco de los deportes tradicionales vascos asociados a actividades verdaderas; al trabajo, y no al ocio ni al turismo, tal como hacen muchas de las carreras de hoy, que trazan sendas en el aire, sin cimientos, bajo el único fundamento de desniveles, kilómetros y trazados, pero cuyo ecosistema (en el que también se incluye al hombre) es inexistente: no hay pisadas previas, no hay huellas de otro tiempo, no existe la memoria de la ladera, ni el nombre propio resonando como el eco de aquella María Tecún en Hombres de Maíz. Los ojos de las piedras en Zegama han visto pasar gente de por siempre, ataviados con la prisa que impone la lluvia y el trueno, y a veces hablan silenciosamente al que pueda oírles, para decirles o indicarles, para animarles o advertirles. Y como esa voz ha sido escuchada de siempre por esos montes y esas laderas, entre las campas y bajo las faldas, es conocida de todos y todos suben donde una vez un abuelo, un tío, un nieto. Son esas voces y esos barros, vivos, absolutamente repletos de biografía, las que creen sentir los que corren en Zegama. Las que oyen verdaderamente son las de sus familiares, absolutamente integrados con aquellas, a los que importa poco que llueva o truene, porque estos rincones están hechos de su propia memoria genealógica, a la que ellos mismos no sólo pertenecen, sino de la cuál están, de algún modo, hechos. En el mundo de hoy, esta diferencia con el resto de espacios es, aparentemente, invisible, pero constituye una diferencia abismal. Del mismo modo que en otros ámbitos se siente la diferencia entre el vacío y lo lleno, así es Zegama, no una analogía insignificante, no un slogan, sino el resultado del tiempo, de la tradición, y de la memoria. Una obra maestra colectiva. En mi caso, el sorteo me ha sido siempre ajeno, y persigo por las laderas pasos de otros. Con la palabra participo, antes de que el sorteo me sea, por fin, bajo el auspicio de los dioses, propicio.
Pero Zegama no es territorio imperial ni espacio de imposiciones. Sin embargo, aspira a una memoria mejor dimensionada, hecha a tamaño humano. Es la memoria cotidiana e invisible de los montes, las huellas borradas por la lluvia y aglutinadas en el barro, del pastor, del vaquero, del paisano, o de aquel que no tenía otra ruta para alcanzar “el otro lado” que bajar por la cresta del Aizkorri o caer al otro lado del Iraule. No es una ruta pintada sobre el mapa, sino pisada sobre las huellas del barro fresco y cotidianamente pisado. Recurre a tradiciones propias como la carrera pedrestre y el eco de los deportes tradicionales vascos asociados a actividades verdaderas; al trabajo, y no al ocio ni al turismo, tal como hacen muchas de las carreras de hoy, que trazan sendas en el aire, sin cimientos, bajo el único fundamento de desniveles, kilómetros y trazados, pero cuyo ecosistema (en el que también se incluye al hombre) es inexistente: no hay pisadas previas, no hay huellas de otro tiempo, no existe la memoria de la ladera, ni el nombre propio resonando como el eco de aquella María Tecún en Hombres de Maíz. Los ojos de las piedras en Zegama han visto pasar gente de por siempre, ataviados con la prisa que impone la lluvia y el trueno, y a veces hablan silenciosamente al que pueda oírles, para decirles o indicarles, para animarles o advertirles. Y como esa voz ha sido escuchada de siempre por esos montes y esas laderas, entre las campas y bajo las faldas, es conocida de todos y todos suben donde una vez un abuelo, un tío, un nieto. Son esas voces y esos barros, vivos, absolutamente repletos de biografía, las que creen sentir los que corren en Zegama. Las que oyen verdaderamente son las de sus familiares, absolutamente integrados con aquellas, a los que importa poco que llueva o truene, porque estos rincones están hechos de su propia memoria genealógica, a la que ellos mismos no sólo pertenecen, sino de la cuál están, de algún modo, hechos. En el mundo de hoy, esta diferencia con el resto de espacios es, aparentemente, invisible, pero constituye una diferencia abismal. Del mismo modo que en otros ámbitos se siente la diferencia entre el vacío y lo lleno, así es Zegama, no una analogía insignificante, no un slogan, sino el resultado del tiempo, de la tradición, y de la memoria. Una obra maestra colectiva. En mi caso, el sorteo me ha sido siempre ajeno, y persigo por las laderas pasos de otros. Con la palabra participo, antes de que el sorteo me sea, por fin, bajo el auspicio de los dioses, propicio.