En estos días de Enero aprovecho para que el Cine me
devuelva la vida que roba el frío. “Sorgo rojo” brilla sobre todos los demás
títulos. No quisiera hablar mucho de cine, ni entrar a detallar las escenas, ni hacer
una crítica del guión. Pero siento, cuando “leo” las películas de Yimmou, que
contar historias es mucho más que un guión perfecto. En esa escena primera,
prodigiosa, en la que los porteadores bailan con la joven en el palanquín a
cuestas está todo; esa fiesta, esa alegría (o esa crudeza, quién sabe si más crudeza que
todas las demás cosas) son la consecuencia de una cultura y de una experiencia
que va más allá del guión; está en la tierra, en el rostro, y en el cuerpo. Que
“Sorgo rojo” denuncia a los “japos” es una evidencia, pero más allá de eso
apela a un paisaje, a un vino, a un color, a una forma de salir y ponerse el
sol, a una forma de expresar la existencia y la supervivencia; a una verdad
propia que está en el espacio de lo irracional, en la médula misma de esa parte
de China, que es, de alguna manera, una parte de Yimmou. Esa apelación del cine
de Yimmou resuena con una forma de vida; es como si nos pidiera una vinculación
real con lo nuestro, que nos pidiera que formáramos parte del paisaje, que nos
confundiéramos con la tierra. De algún modo, es una llamada a esa “realidad
continua” de la que hablábamos los días anteriores. En cada película de Yimmou
hay algo de eso. Incluso en el “tempo” de su cine, Yimmou vive. “Linterna roja”
es así, “Ni uno menos” también, “Hero”, e incluso su último “Amor bajo el
espino blanco”, en el que sentimos el latido del adiós a través de una imagen
sin palabras en la que el agua se interpone y se despide para siempre, también. En
España, confundidos por nacionalismos y antinacionalismos, por federalismos y
caracteres nacionales de derechas, existe una turbulenta manifestación hacia lo
propio; una, orgullosa y soberbia, otra, pudorosa y “rechazosa”. En ninguna de
las cosas de la bandera se haya eso que canta Yimmou, pero sí en la niebla de la
mañana, en el color de los cielos matutinos, en el crujido del saltamontes en
verano, y en el sabor del madroño y del aceite. Con eso, con ese olivo que
acaricia el horizonte o con el mar bravo, es con lo que nos hacemos a nosotros
mismos; en lo que nos definimos peninsulares y desde donde nos sorprendemos por
lo transnacional, por lo nuevo, por lo otro. Más allá de eso, sin negar la
justicia verdadera e imperecedera, sólo vive el rencor.
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