sábado, 12 de enero de 2013

SORGO ROJO. Zhang Yimmou.


En estos días de Enero aprovecho para que el Cine me devuelva la vida que roba el frío. “Sorgo rojo” brilla sobre todos los demás títulos. No quisiera hablar mucho de cine, ni entrar a detallar las escenas, ni hacer una crítica del guión. Pero siento, cuando “leo” las películas de Yimmou, que contar historias es mucho más que un guión perfecto. En esa escena primera, prodigiosa, en la que los porteadores bailan con la joven en el palanquín a cuestas está todo; esa fiesta, esa alegría (o esa crudeza, quién sabe si más crudeza que todas las demás cosas) son la consecuencia de una cultura y de una experiencia que va más allá del guión; está en la tierra, en el rostro, y en el cuerpo. Que “Sorgo rojo” denuncia a los “japos” es una evidencia, pero más allá de eso apela a un paisaje, a un vino, a un color, a una forma de salir y ponerse el sol, a una forma de expresar la existencia y la supervivencia; a una verdad propia que está en el espacio de lo irracional, en la médula misma de esa parte de China, que es, de alguna manera, una parte de Yimmou. Esa apelación del cine de Yimmou resuena con una forma de vida; es como si nos pidiera una vinculación real con lo nuestro, que nos pidiera que formáramos parte del paisaje, que nos confundiéramos con la tierra. De algún modo, es una llamada a esa “realidad continua” de la que hablábamos los días anteriores. En cada película de Yimmou hay algo de eso. Incluso en el “tempo” de su cine, Yimmou vive. “Linterna roja” es así, “Ni uno menos” también, “Hero”, e incluso su último “Amor bajo el espino blanco”, en el que sentimos el latido del adiós a través de una imagen sin palabras en la que el agua se interpone y se despide para siempre, también. En España, confundidos por nacionalismos y antinacionalismos, por federalismos y caracteres nacionales de derechas, existe una turbulenta manifestación hacia lo propio; una, orgullosa y soberbia, otra, pudorosa y “rechazosa”. En ninguna de las cosas de la bandera se haya eso que canta Yimmou, pero sí en la niebla de la mañana, en el color de los cielos matutinos, en el crujido del saltamontes en verano, y en el sabor del madroño y del aceite. Con eso, con ese olivo que acaricia el horizonte o con el mar bravo, es con lo que nos hacemos a nosotros mismos; en lo que nos definimos peninsulares y desde donde nos sorprendemos por lo transnacional, por lo nuevo, por lo otro. Más allá de eso, sin negar la justicia verdadera e imperecedera, sólo vive el rencor. 

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