lunes, 10 de mayo de 2010

La Isla. Giani Stuparich. Editorial Minúscula.

Llego a la lectura de la Isla con grandes esperanzas, la primera es mi horizonte de expectativas, no sólo trae el bagaje del Gatopardo, de las vendettas isleñas y corsas de Merimé y el poema de Piñera, llego también plagado de todos los Stevenson del mundo llego, y vengo también con la claridad que me dice que en esa insularidad se acogen de alguna manera gérmenes significantes. De otro lado, llego a esta lectura de la mano de Ernesto García, y eso siempre es un valor añadido. Así que me dispongo a la lectura, y empiezo a buscar una guía; a saber, ¿seguiré la lírica de las primeras partes de los capítulos? ¿seguiré la trama como si al otro lado hubiera una luz? ¿o simplemente podré ir desvelando un núcleo de una relación paternal o filial que se dispone a dar su gran salto o a alumbrar sus sombras? Nada acontece, sin embargo. Me inquieto cuando llego a las tres cuartas partes de la noveleta... y asumo la pérdida. Ni la lírica alcanza el verdadero vuelo, ni la isla en cuanto tal ejerce el peso que en cierta forma parece esconder el mito; emulando la vuelta de Virgilio, ese topos de vuelta al origen que no es en este texto más que una figura retórica sin ningún tipo de alcance propio. Lástima, me digo. La Isla es aquí una isla calurosa, es un Stromboli o una Sicilia que se “naifiza” ante los modelos previos, incapaz de ser por sí misma. Pero es que el guión acude también al cajón holywoodiense: “un padre con cáncer (se supone que él no lo sabe, pero ambos saben que ambos saben, lo cuál es, en su curva, aún menos cálido) vuelve a su isla natal para pasar sus últimos días, y así reencontrarse con su hijo (que en realidad es más de montaña (le hace bajar de la montaña para pasar estos últimos quince días con él, dando a entender que le hará descubrir de nuevo el mar); supongo que aquí quiere dar a entender un desencuentro, una incomprensión). El hijo redescubre la tierra que crea al padre, y hasta casi la comprende, hasta que una pepita de uva (la pepita de la uva del amor juvenil, se sugiere)atraganta al padre y le hace volver hacia la muerte, privando al hijo de la isla recién descubierta, o más bien dejando en él la nostalgia de una herencia que habita en él y que es, sin embargo, recién descubierta. Me pregunto por la recepción de este texto, en los años veinte entre el grupo de Trieste, y no encuentro una propuesta especialmente adecuada al tiempo ni al lugar. Mientras la marea negra de BP se extiende por el golfo de Méjico, no encuentro en esta pequeña isla los reflejos de un cierto paraíso literario, de un algo que pueda brillar en el fango petrolífico que, como una nueva metáfora, destruye nuestro mundo. Quizá lea la reseña de Ernesto García, puede que sólo me haga falta aguzar la vista.
http://blogs.laopinioncoruna.es/pajarosdepapel/
P.D: Desgraciadamente, la reseña de Ernesto dedica más comentarios al contexto de Trieste que a la noveleta en sí, así que con el gozo de la discordia renuncio a alistarme entre los admiradores de esta obra.

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