lunes, 3 de mayo de 2010

Mil kilómetros por una horchata

Desde los tiempos de Stevenson, esos días en los que los humanos creían redescubrir el mundo, acotar sus esquinas, viajar ha seguido la máxima de Cesar Luis Menotti: a saber, el achique de espacios. Con la llegada de los satélites y la virtualidad en imagen (hay otra, aunque no lo parezca, mucho más linda: la de la imaginación) es raro el rincón no hollado por el pie humano (no envenendo por su presencia, debería decir). Así que, una vez reducida la epopeya a espacios del margen y comercializado con éxito el hecho de viajar, a los humanos nos ha quedado imitar a los grandes viajeros intentando alcanzar los extremos (desiertos y hielos) o subir Anapurnas. Pero entre el placer de viajar y el riesgo, debemos encontrar términos medios que no están ya en París, Londres o Roma, ante los cuales se interpone un monstruo de dos cabezas, silencioso: la velocidad y la comodidad. Vuelos directos y hoteles cómodos y centrales, bien comunicados. Acercándonos nos alejamos. Por suerte, existen contados seres casi mitológicos que viven en este mundo (que nadie se equivoque:ni son seres aislados, eremitas, ni son locos) cuya cordura llega a tal grado que no ven la televisión, sino que contemplan la pantalla de lo natural. Uno de esos seres, Patricia Mora, con quien tengo la suerte de compartir un alma, me recogió ayer, temprano, para llevarme a un lugar desconocido. Tras casi seis horas de viaje aterrizamos en Xerac, para comer arroz meloso con rape y cigalas, y poder ver el mar. Ella jugó a Alfonsina con final feliz y yo observé desde el viento de la orilla con la certeza de que mi vista no alcanzaría a verla en el horizonte. Después de este pequeño alto en el camino nos dirigimos a nuestro destino final: la horchatería Daniel, en el centro de Alboraya. Diez horas después de salir de Madrid, con la horchata ya sobre la mesa, los nervios hicieron que Patricia derramara la horchata sobre sí misma, como un bautismo. Era el bautismo de las pequeñas cosas, la recuperación de la ceremonia, la vuelta del espacio sagrado del viaje, el pequeño sorbo que no culmina nada,
la prolongación de un línea. Fue como un Carnaval; invertir los vicios del pensamiento común, invertir la dimensión entre objetivos y fuerzas. Fue como desarticular una frase venenosa: me re ce la pe na y volverla a articular: me me ce la a re na.
Que nadie imagine que esa horchata es una pepita de oro, que nadie imagine que nuestros paladares la distinguen de la que hacen mis vecinos de la calle Alcalá, también valencianos. No, el sabor de aquella horchata está hecho del lento acercamiento de los labios al vaso, de los ángeles que ocuparon nuestros kilómetros, del verde de la mañana, y del deseo acumulado por años. Tanto de eso como de esa materia que une todas las cosas entre ellas y desarticula otras dos grandes falacias: la del tiempo, y la del espacio. Esa materia no tiene nombre, pero está. Fueron mil kilómetros por una horchata. Ha vuelto Stevenson.

1 comentario:

  1. El Tato ha "pillao" en la primera lectura, ¡Toma ya!, lo que hace el entrenamiento y unos buenos estiramientos...Conclusión: Harpo Féliz

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