martes, 18 de enero de 2011

BIUTIFUL Alejandro González Iñárritu.

Biutiful es biutiful. Tiene el pulso de los buenos textos cinematográficos, aquellos en los que la entraña del guión no se escapa entre los omóplatos de la narración. Aquellos en los que lo que no se cuenta es más que lo que se cuenta. En donde la belleza no es botox sino esa resonancia del alma al coincidir con el cuerpo. Recuerdo hace ya bastantes años, cuando leí por ¡tercera vez! (y es cierto)“Crónica de una muerte anunciada”; no es virtud: tardé tres lecturas en comprender que al Gabo le interesaba muy poco la historia de Santiago Nasar, y mucho el contexto social en el que se gestaban los códigos del honor. Algo de eso hay en esta película. Por supuesto, el director viene de una tradición similar, su infancia literaria fueron “Crónicas de muertes anunciadas” (veáse “Amores perros”), y así define, en este caso, los códigos de la vida inmigrante. Hacía tiempo que no veía una película en la que la inmigración estuviera tan bien tratada, casi sólo como un contexto. Mis últimas “recaídas” habían sido en las películas francesas, como en “Welcome”, o en textos cinematográficos que ya ni recuerdo. Nada que ver. Aquí, Iñárritu dibuja una historia de amor (yo lo quiero ver así)entre un hombre enfermo y sus hijos, a la par que se sitúa en la línea del difícil entramado de la pequeña corrupción entre una inmigración que vive en el límite y una policía que abre o cierra los huecos al aire casi insuficiente para sobrevivir. La puta realidad, como diría un méjicano. Ni posturitas estéticas de izquierdas, ni nazismo castellano. Una vida extenúante en donde predomina la injusticia y la soledad, en todos los sentidos; la soledad individual, y la del abandono del mundo en el que uno vive. La mezquindad mísera de los intereses nimios en un contexto en el que el poder se ejerce desde casi todos los puntos posibles; el policial, el empresario, el “puente”, y hasta el propio inmigrante, cuando accede a la mínima parcela de ejecución. En ese “no Man´s Land” en el que se mueve el personaje de Bardem, quedan en todo caso pequeños espacios de humanidad en los que lo mejor de los hombres es aún posible. Rozando lo melodramático, a veces, pero sin aposentarse en ello. Sin perder el espacio oscuro de la fotografía, la voz susurrante de las manos en off, y el pulso al que nos acostumbra el director. Sale uno del cine como si algo hubiera pasado.

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