lunes, 10 de enero de 2011

TAMBIÉN LA LLUVIA

En “la Historia verdadera de la conquista de la nueva España”, Bernal Díaz del Castillo cuenta la “verdad” de cómo fueron las cosas de la conquista, junto a Cortés. El pequeño textito de Bartolomé de las Casas presupone la misma verdad, y un innumerable sinfín de textos supone la misma, coincida esta no. Es el llamado "pluriperspectivismo" nietszcheano, que es en realidad la percepción de las cosas según nuestro propio mundo de creencias e ideas. Hasta el maravilloso “Esas Yndias equivocadas y malditas”, de Ferlosio, en las que este analiza, de verdad, los hechos de la conquista. Iciar Bollaín plantea en su película una cuestión peliaguda, a la que ya nos referíamos en este Blog en la entrada sobre "el Alcalde de Zalamea". Y es el “nada ha cambiado mientras no cambien los dioses”, también de Ferlosio. La repetición de los mismos esquemas de subordinación, de sometimiento, y de poder. El planteamiento del guión es brillante; hacer correr, de forma paralela, el rodaje de una película “revisionista” sobre la conquista (en realidad no es tal, es simplemente una película en la que los españoles eran los explotadores y los indios los ninguneados) en la que los personajes históricos toman partido o no en defensa de los indios, con la realidad de los extras. Realidad que nos descubre un mundo con miserias “paralelizables”. El logro estético rádicaría en la evolución de los actores, en el conflicto entre las ideas o poisciones de sus personajes, y las suyas propias, y, sin duda, en la resolución del guión. Ambos fracasan. La película alcanza su punto culminante en la escena en la que el indio Hatuey es quemado, e inmediatamente después, arrancado de las manos de la policía por sus propios compañeros indígenas. A partir de ahí, la película se conveirte en un melodrama en el que el personaje que dentro de la película ejerce el papel metáforico del poder; el productor (Luis Tosar), se convierte en una Santa Teresita de Jesús que arriesga su vida para salvar a la hija del revolucionario indígena, al que había tratado anteriormente como un auténtico hijo de puta. El indígena, por su parte, que se salva, se lo agradece entre lágrimas, dando lugar a una escena melodramática, casi indigna del planteamiento inicial. ¿Y los demás? ¿Cómo toman partido? El que hace de Bartolomé se raja, los demás también, el que ejerce de Colón, cuya posición revisionista es en realidad mucho más equilibrada, se mantiene en sus trece, perdida la familia, sólo aspira a la locura del Arte, y en eso sigue a un director lánguido, loco, pero cuya evolución no es creíble.
La tarea era sin duda difícil, soportar el planteamiento inicial sin hacer maniqueísmo ni caer en el pastiche. En mi opinión, y esta vez me atrevo a juzgar, faltó el talento de mantener el pulso sin someterse a los cánones de la resolución. En verdad, el conflicto sigue, el político, el social, el racial, y también el personal y el artístico, Dejar todos esos caminos en el aire, latentes, hubiera sido tarea de orfebre. Vean “Fitzcarraldo”, señores. Y no se conformen con, como dice Umberto Eco, ver en público lo que ya sabían.

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