¿Qué es lo que quedará –se pregunta Orson Welles a la sombra de la catedral de Chartres – cuando todo se convierta en ceniza? “El hombre, desnudo, dicen los artistas”. “Nuestras canciones serán todas silenciadas”, dice Welles, “pero ¿qué importa?”, añade, “sigue cantando”. Debe haber un paralelo en esa mirada de Welles hacia La Catedral, con la mirada que tengo yo hacia Zegama; también La Catedral. De entrada, me digo, la estoy llamando Catedral de forma intuitiva. Sería justo argumentarlo. Cuando leo sobre Zegama escucho tópicos y tópicos y una analogía insignificante: “Zegama es Zegama”. Ninguna da cuenta de la realidad de lo que allí sucede. Por eso recurro a Welles. Zegama no tiene piedras que resistan siglos, pero algo debe cimentar su memoria. Hubo un tiempo en que precisamente eso; la memoria, era un valor. El objetivo de las grandes civilizaciones era que se preservara su memoria; escrita en tablillas o en pergamino, la palabra era la memoria de los pueblos. Y había, sobre todas las cosas, dos hechos contados: historia, e historias. La primera eran la crónica de las guerra ganadas, y el ensalzamiento de una gloria propia (previo silenciamiento de la voz ajena y anterior), las segundas, los mitos que justificaban la primera. Ambas bajo los cimientos y los principios de una memoria que debiera “durar mil años”, como mucho después diría el dictador, sólo obsesionado por su memoria en el futuro. Pero hubo un tiempo en que se quiso contruir no la historia, sino su representación misma; en este caso de Dios. Quizá el paralelo con las ingenuas historias primeras es que en este caso, la representación de la Catedral como casa de Dios, o representación de la magnitud de la deidad, estaba concebida como una casa eterna. Chartres, la Chartres que vió Welles, aspiraba a estar allí por siempre. Y allí sigue. Esos dioses, esos imperios, ese exceso de vanagloria, sólo quiere representar el poder, y abolir así la finitud del hombre.
Pero Zegama no es territorio imperial ni espacio de imposiciones. Sin embargo, aspira a una memoria mejor dimensionada, hecha a tamaño humano. Es la memoria cotidiana e invisible de los montes, las huellas borradas por la lluvia y aglutinadas en el barro, del pastor, del vaquero, del paisano, o de aquel que no tenía otra ruta para alcanzar “el otro lado” que bajar por la cresta del Aizkorri o caer al otro lado del Iraule. No es una ruta pintada sobre el mapa, sino pisada sobre las huellas del barro fresco y cotidianamente pisado. Recurre a tradiciones propias como la carrera pedrestre y el eco de los deportes tradicionales vascos asociados a actividades verdaderas; al trabajo, y no al ocio ni al turismo, tal como hacen muchas de las carreras de hoy, que trazan sendas en el aire, sin cimientos, bajo el único fundamento de desniveles, kilómetros y trazados, pero cuyo ecosistema (en el que también se incluye al hombre) es inexistente: no hay pisadas previas, no hay huellas de otro tiempo, no existe la memoria de la ladera, ni el nombre propio resonando como el eco de aquella María Tecún en Hombres de Maíz. Los ojos de las piedras en Zegama han visto pasar gente de por siempre, ataviados con la prisa que impone la lluvia y el trueno, y a veces hablan silenciosamente al que pueda oírles, para decirles o indicarles, para animarles o advertirles. Y como esa voz ha sido escuchada de siempre por esos montes y esas laderas, entre las campas y bajo las faldas, es conocida de todos y todos suben donde una vez un abuelo, un tío, un nieto. Son esas voces y esos barros, vivos, absolutamente repletos de biografía, las que creen sentir los que corren en Zegama. Las que oyen verdaderamente son las de sus familiares, absolutamente integrados con aquellas, a los que importa poco que llueva o truene, porque estos rincones están hechos de su propia memoria genealógica, a la que ellos mismos no sólo pertenecen, sino de la cuál están, de algún modo, hechos. En el mundo de hoy, esta diferencia con el resto de espacios es, aparentemente, invisible, pero constituye una diferencia abismal. Del mismo modo que en otros ámbitos se siente la diferencia entre el vacío y lo lleno, así es Zegama, no una analogía insignificante, no un slogan, sino el resultado del tiempo, de la tradición, y de la memoria. Una obra maestra colectiva. En mi caso, el sorteo me ha sido siempre ajeno, y persigo por las laderas pasos de otros. Con la palabra participo, antes de que el sorteo me sea, por fin, bajo el auspicio de los dioses, propicio.
Resonancias
martes, 19 de junio de 2018
domingo, 10 de diciembre de 2017
La Luz de Granada
Anita tiene quince años y una extraña presencia. Extraña
porque está. Siempre está. Allí, con ella, y contigo. No en sí, sino para el
espacio común. Caminando en el bello hilo de la comunicación humana. La verbal,
y la no verbal. Ha abolido el miedo con el que normalmente los humanos
caminamos por el hilo, y no percibe el tiempo. No sabe cuánto hilo seremos
capaces de desenrollar, ni le importa. Y justo esa posición lo hace infinito.
No ha hecho cálculos, no ha puesto líneas. Sólo ha traído consigo un amor
genuino y una exigencia no común; sólo quiere de nosotros lo más preciado: a
nosotros mismos. Ese deseo es, para mi, para nosotros, un tesoro. Porque nos
halaga y nos llena de amor, en el mismo grado. Ha despojado en su existencia
con tanta frecuencia lo superfluo que ha construido un castillo de memorias
inolvidables, extraídas de una infancia muy alejada de un infancia entre
algodones. De la palabra compartida a diario y de una observación minuciosa ha
creado un mundo de detalles innumerables, de emociones, de sentimientos, de
frases, de recuerdos, y de deseos
que nunca suenan frustrantes sino llenos de un cuerpo de realidad sorprendentes
en el que el capricho no tiene lugar. Un juego de luces y sombras con el
contrapunto del silencio de lo que sólo ella sabe; la realidad de la que han
sido hechas. Pero Anita no es sólo ese conjunto de detalles deslumbrantes, esa
algarabía humana. Es también una localización. Bebe del abandono tanto como de una
abuela-palabra, ha hecho del frío una manta y es capaz de convertir en altares
las ruinas. Con todo ello, reconoce a la perfección su exacta posición en el mundo. Al fondo, la sombra del pasado, desenfocado de la manera en la que
ella misma quiere sacar sus fotos.
El pasado como bouqué. Al frente, el brillo de sus mejillas y sus ojos,
como una sierra blanca y nevada capaz de aprovechar el sol que viene, y
devolverlo todo. En Granada, escondida de la vista de los turistas, invisible a
ella, hay una inmensa luminaria llamada Anita. Uno de esos seres preciados que,
muy de vez en cuando, deja el mundo para que se muevan por él, silenciosos, a
la sombra de las grandes catedrales.
domingo, 3 de diciembre de 2017
Carta a María Pastor
María, hay algo delicioso en tu
intervención (desde todos los ángulos) en el efecto Shinkansen. Tu personaje es un personaje arquetípico de la
literatura; detrás de todos esos papeles está la idea de Robinson Crusoe,
claro. No todos los personajes de los fragmentos son robinsones, pero ese
personaje María Pastor que además coincide curiosamente con María Pastor, en un
plano más abstracto, si quieres, lo es. Es difícil navegar en esas aguas. Con
esas olas. Muchos no hubieran salido de casa, esperando aguas más mansas. Pero
tú eres como esos hombres de Arán,
“este es tu asunto”. Esa es mi primera enhorabuena. La segunda tiene que ver
con una idea de teatro que no debiéramos menospreciar, y que necesita un
espacio (unas condiciones) particular. Su actualización requiere menos metros.
El horizonte de expectativas de este “lector” de teatro debe ser fiel a una
compañía. A unos actores, a un actriz. Como en el siglo de oro. Recupera esa
tradición y exige un conocimiento. De lo interpetado, pero también de las condiciones
de esa interpretación, lo que nos lleva, ineludiblemente, a un conocimiento de
tu historia (al menos de tu historia con respecto al teatro). Cuando terminó Tres hermanas, después de haber ido a
tres funciones y seguir aún fascinado por los ecos de esa lectura vuestra de
Chejov, fuimos a verte a la Dama del perrito. Al terminar, estuvimos hablando
con tus padres y quisimos ir a saludarte. Tú estabas llorando en el backstage (la lágrima de Masha). Ese llanto sordo
unido al devenir de Guindalera está en la memoria del espectador y añade los
significados necesarios a esa confusión romántica entre personaje y persona que
está en la tensión lectora del Efecto
Shinkansen. Ese teatro sólo es posible en este formato; otras formas de
organizar las compañías, de hacer o vender el teatro, de gestionar las salas,
no permiten estas lecturas, y no permiten, por tanto, este teatro. Es privativo
de esta forma, a pesar de pases tan poco llenos como el del viernes. Así que
tienes (o tenéis) en la mano un teatro único. ¿No es para dar saltos de
alegría? La tercera enhorabuena es personal. Como decía Juan Diego Botto el
otro día refiriéndose a lo que han hecho, sobre todo, las madres de Mayo
reclamando justicia (una justicia mucho más necesaria que la justicia
artística, no lo olvidemos), “lo imposible sólo tarda un poco más”. Esperamos estar cerca para ir viendo como aparece.
Con admiración.
P
sábado, 7 de enero de 2017
EL PARRIZAL DE BECEITE
En la decisión de caminar desde Beceite al Parrizal se encerraba
una contradicción; la que existe siempre entre el que camina y el que visita,
entre el que abre una senda y el que recorre una senda ya marcada, entre el que
busca y el que va al encuentro de algo que espera. Pero era invierno y el
Parrizal, con sus aguas encañonadas, se sumergía en el olvido. Es otra de las
estrategias de lo nuevo, recontextualizar. No sólo el espacio, sino el tiempo.
No sólo el lugar, sino la estación. Las poco atrayentes aguas gélidas del
Parrizal no atraían, en estos días, a turistas. Era miércoles, 4 de enero. El
aparcamiento estaba vacío, los cobradores estarían de vacaciones hasta verano,
y en el cañón sólo encontraríamos sombra. Al atravesar los puentes de madera
que convertían el lugar en una maqueta, los troncos de paso, las pasarelas,
sentimos la torpeza que la humedad, el frío y el miedo, provocan en los que creen
poseer su propio equilibrio. Pisar las aguas heladas, siquiera por un momento,
podría significar renunciar a continuar por el cañón. Pero para eso teníamos las
varas de avellano de Somiedo; las varas de Pieri y Nieves, que, apoyadas sobre
las hamacas de las truchas, nos ayudaban a pasar. Así conseguimos llegar hasta
los Estrechos del Parrizal volando por entre las piedras, saltando de lado a
lado del río. El cañón se erguía como infranqueable acunando unas aguas de un
verde frágil. Un rayo de sol se colaba como un milagro por el cañón. Sobre una
piedra, nos tumbamos a descansar. Yo me dormí, soñando con alas de buitres y
pezuñas de cabra. A nuestra izquierda vimos salir algo que parecía un sendero,
un espacio por donde ascender y rodear el cañón, en busca del otro lado, de la
continuación del río. Trepamos sin cuerdas por entre bosques de boj que
escondían un silencio que nos pareció japonés. De aquel Japón de la penumbra
quedaba todavía el silencio. Cuando conseguimos salir de él, susurrando,
vimos erguirse edificios de piedra, torres y cúpulas modeladas por el agua, por
el hielo, y por el tiempo. Por escaleras de caracol quisimos acariciar su
hechura, y usando cuerdas imaginarias hicimos un rapel de celofán dejándonos
caer por rocas de hasta quince metros, hasta que recuperamos el cañón: habíamos
llegado al otro lado. Avanzamos ligeramente, pero nos atenazó la zozobra de la
ya entrante oscuridad. Entonces sentí la incómoda piedra sobre mi espalda y
abrí los ojos. El cañón seguía ahí, ante nosotros, pero el día empezaba a
enfriarse. Desperté a Getse, cogimos las varas, y volvimos por donde habíamos
venido.
miércoles, 26 de octubre de 2016
BORRELL Y LA INTELIGENCIA NACIONAL
De
alguna manera, antesdeayer, día 23 de Octubre, cae "el bloque socialista". Y la teatralidad de este juego de poderes dividido, que se veía
venir y que ha ido dando pasos identificables de antemano, nos recuerda en
cierto modo al rey Lear. Quizá falte
un tercer hermano para que la guerra estalle por todos lados y las tierras se
pierdan por completo, pero ya saldrá. En los mundos divididos no tardan en
proliferar candidatos. En todo caso, dejando a un lado el llamado Juego de tronos por Borrell, lo que
realmente me preocupa del hecho y las evaluaciones posteriores, es el periodismo de este país, que es el verdadero
forjador de opinión, el gestor del estatuto de verdad. No indagaré en las
formas de gestión económica externa de dichos medios, de sobra conocidas por
todos, sino por los últimos contenidos de estas. Me preocupa el último eslabón.
La actualización del periodista.
En este país, desde hace ya demasiado tiempo, el
periodismo es cosa de partidarios y detractores, el
ejercicio cotidiano del insulto, el acorralamiento, la desautorización, la
puesta en escena del ridículo, y el establecimiento de preguntas sin ningún
contenido o sin ningún sentido, que exigen una posición a favor en contra, un
sí o un no, y que, en la mayoría de los casos son incontestables por absurdas.
Es un “periodismo de posición” que sigue la misma idiocia que impera entre la
clase política: el slogan, las palabras emotivas que carecen de contenido, y la
actualidad. Lo que importa es lo que se diga hoy, la reacción caliente ante
eventos que nunca nadie se dignará en aclarar, y que nunca nadie conseguirá
entender, aún posicionándose en el lado por el que siente, vamos a decirlo a
sí, más simpatía. El periodismo es hoy un generador de simpatías o antipatías.
Así se crea la opinion de un país.
Entonces aparece Borrell, tras la caída del "bloque socialista" apuntada en las primeras llíneas, y todo el mundo
dice que sus intervenciones son brillantes. ¿Brillantes? ¿Por qué brillantes?
Borrell, en la mayoría de sus intervenciones, lo único que hace es una cosa:
explicar las cosas, sencillamente. Cosas a las que quizá nadie preste atención,
preocupados por gestionar sus simpatías, pero ajenas a ninguna brillantez.
Simplemente muestra hechos, aporta datos, reflexiona en voz alta, se preocupa por
determinados temas. ¿Es esto brillante? En absoluto, señores. Lo que nos
debería preocupar es que esta sea la consideración de la brillantez. El
desierto intelectual y humano, periodístico, en el que nos movemos. ¿Es que
nadie se había preguntado las preguntas básicas? En el periodismo esto es así.
¿Hay algún periodista que quiera de verdad saber, que consulte a expertos en el
tema, que contraste no opiniones a favor o en contra, sino especialistas? Aunque los hay, son muy pocos.
Imaginemos que la política es ahora la
medicina, comparación que quizá nos podría valer. Ana Pastor entrevista a uno
de los aspirantes a médico y le pregunta: ¿Ejecutará usted la eutanasia? o
¿administrará usted paracetamol?, ¿sugerirá usted cirugías en la hernias de
disco lumbares? El aspirante a medico vacilará, claro, y ella insisitirá, ¿si o
no, señor aspirante? ¿Y cómo lo hará? Así irá toda la entrevista, mientras
Ferreras, a pie de cama, dirá: “bomba informativa, al paciente le ha bajado la
tension a 7". Nosotros, absortos, no daríamos crédito. Pero es exactamente lo
que nos hacen en la política, aunque quizá pensemos que la política es algo nuestro, de
todos, y que todos tenemos derecho a opinión. Pero habrá más, en algún debate, Inda
dirá que el aspirante a médico aplicará la eutanasia y la cortisona sin
analgésicos previos, y el Marhuenda dirá que el aspirante abrirá un banco de
sangre para hacer negocios con los hemofilicos, además de decir que dicho
aspirante defenderá la actividad física y dejará de hacer radiografías en caso
de dolores lumbares agudos. A la audiencia esto le parecerá atroz, dejar de
hacer radiografías en dichos casos, aplicar la eutanasia, hacer negocios con la
sangre ajena. Este juego de ciencia ficción , inverosimil, absurdo, cómico, no
dista ni un milímetro del que sucede en el debate político en el periodismo
actual. Todo debe ser rápido, actual. Pero el aspirante a médico debería
preguntarle al periodista antes de contestar: ¿Qué edad tenía el paciente?
¿Dónde, cómo, y con qué frecuencia le dolía? ¿Con qué actividades? ¿Le
despertaba el dolor por la noche? ¿Había tenio algún accidente? ¿Tenía una
evolución progresiva? ¿Había sido operado o ingresado anteriormente? ¿Por qué
causas? ¿había perdido peso? ¿Alguien en su familia había sufrido alguna
enfermedad parecida? ¿tomaba el paciente alguna medicación? ¿fumaba? ¿hacía habitualmente
actividad fisica? ¿le habían hecho pruebas? Llegado a este punto la periodista
se habría enfadado. No tenían tiempo para todo eso. Pero, en el hipotético e
inverosimil caso de que le hubiera contestado, el aspirante le habría dicho qué
cosas se podrían analizar, para luego establecer “opciones” de tratamiento que
habría que discutir con el paciente (en ultimo término el que eligiría una de
ellas) que habría que cotejar a lo largo de su evolución para ver si podría
resultar la más beneficiosa de todas. La voluntad final: la mejora del
paciente.
Así
debería ser la política y el periodismo, si no queremos que este país caiga en
la pobreza que haga brillantes a los que piensan cosas básicas. Incluida la
voluntad final, la mejora del ciudadano, el que no trabaja, el que no duerme bajo
techo o el que no puede accede a servicios asistenciales. Lo demás, basura.
Audiencia. Un número. Una cantidad significativa de idiotas. Nosotros.
domingo, 7 de febrero de 2016
La Lágrima de Masha
Hemos ido por tercera vez a la representación de "Tres hermanas". Ahora sólo nos queda la enorme tristeza de no poder volver. Quizá eso genera extrañeza. Sin embargo, a los profesionales de la mentira, se les llena la boca cada vez que hablan de releer a Proust. Se les llena la boca porque es una mezcla de imposibilidad y deseo. Hubo un tiempo, y aún lo hay, en el que las cosas fueron así. Un fragmento de mundo es inaprensible en una sola lectura, un fragmento de mundo es inaprensible en una sola representación, pero aún lo es en tres. Si en algo es esto una alabanza a Guindalera, y sobre todo a la dirección de Guindalera, es al trabajo de todos y ca da u no de los pla nos. Si el pluriperspectivismo lo cambió todo, desde Nietszsche hasta As I Lay Dying de Faulkner, fue porque la realidad se consideraba compleja. Y sí, al Teatro se va a buscar, se va a descubrir. Es el único homenaje posible al enorme trabajo de Juan Pastor, es lo único que hace justicia al trabajo de dirección y al trabajo actoral. Para la primera representación conseguimos una entrada en platea, bastante atrás. Para la segunda cogimos una en el segundo piso; queríamos ver el movimiento de actores, queríamos ver las líneas imaginarias de un movimiento que ya habíamos adivinado como perfecto, pero para esta tercera queríamos algo íntimo, queríamos la primera fila, queríamos saber si también la obra agunataba los pequeños detalles. Y aunque no teníamos ninguna duda de que lo haría, el descubrimiento superó la expectativa. Al salir del teatro nos encontramos con Irina en el metro. Fue lindo poder compartir nuestra pasión por lo que habían hecho, pero nos faltaron cosas por decir: hoy, esta mañana, llenos de tres hermanas, hemos recordado en el desayuno (naranja con jengibre) muchos de los detalles que nos dió la primera fila. Uno fueron los pies de Irina después del ataque de locura, tras el agua en el rostro. Sentada, sus pies de puntillas, rotados hacia dentro y elevados hacia un Dios inexistente que no le oía, expresaban todo aquello que le es inaccesible a la palabra; su leve juego, su movimiento de búsqueda, su llamada casi desesperada, combinado con un momento en el que el texto parece tener un carácter más cómico, más infantil, nos hacían retorcernos en la butaca. No es sólo talento, es, sobre todas las cosas, dirección. No me cansaré de insistir en ese punto. En eso Vershinin alcanza la primer cima; su postura, que los americanos llaman "sway-up", y que según Godelieve Dennis Streuf representa un carácter capaz de lo más lánguido y de lo más intenso, es una actuación ya ejemplar. Siempre mantenida, como en las imágenes del gran César Vallejo. Pero en Vershinin hay mucho más, la pierna izquierda siempre flexionada hacia fuera, los brazos caídos como hacia atrás y esa oclusividad en la forma de hablar, casi en rueda dentada, con esos ataques de incontinencia, son el alma mater de una "representación", no de un actor, sino de un personaje. Eso es el teatro exactamente. Un homenaje verdadero a Stanislawsky, pero no sólo. Sobre todas las cosas, una pieza de un engranaje mayor constituido por las ideas de Juan sobre este Chejov, que es, como le hubiera gustado decir a Borges, todos los Chejovs del mundo. Un Juan capaz de construir desde dentro, pero también desde fuera. Capaz de mantener los personajes, con sus cambios, a lo largo de todo un infinito de isotopías. En cada plano, Vershinin era Vershinin. En el "tran tran tran" de la primera fila se veía el paisaje de su primera habitación de Moscú, pero también un tonteo contra el existencialismo chejoviano. Olia, en la segunda parte, aguanta con el pelo perdido, y su cansancio es "real". Esa es quizá la dificultad mayor de ese personaje, y en los ojos vidriosos (contrapartida del maravilloso brillo con el que en muchos momentos Irina dota a su Irina) está el casnacio. De Soliony quedará para siempre su declaración ante Irina, no la torpeza en la caída de rodillas (los tres tropezones de la obra no son necesarios, pero es una opinión de asceta, lo sé) sino el momento posterior, sus movimientos y su voz, solapados con su representación constante y silenciosa. Ante este Soliony nos declaramos entregados: la forma de echar la colonia, los golpes en el pecho, la pierna derecha, el peinado, esa declaración sublime, incomparable, inolvidable. Un altar para nuestro reino teatral. Como el portazo de "Casa" o el último monólogo de MacBeth. Siempre junto a ellos, Soliony!! Me maravilla también el constante gondoleo de los movimientos burgueses de Tusenbach, el color del traje de Kuliguin y sus ojos planos, la serena posesión del espacio de Chebutkin, la inalcanzable soberbia de Natacha, siempre en su postura, en sus movimientos por el escenario, como la bien construida oscuridad de Andrei, de Aliuscha. Pero sobre todas las cosas alabaría lo que considero el trabajo más difícil: el trabajo de Masha. Nunca he visto en el teatro tan bien gestionados movimientos de rotación en el escenario. ¡¡No sólo líneas de desplazamiento, sino rotación!! Como la tierra, esa gran tierra! ¡El centro de un mundo aún no copernicano! Masha, capaz de acumular la desbordante y burguesa acrobacia del vodka, con ese movimiento de manos, con esa forma de sujetarse y juguetear con los dedos, de expresar con el arqueo de las cejas, con la mirada que atraviesa la ventana y que parece seguir las aves, capaz de llenarlo todo con los ya mencionadas referencias a textos anteriores y con un último detalle, que nos da la primera fila y que nos llevamos como un regalo, el regalo del bien trabajado contrapunto, la maravilla de la sobreescritura. ¡¡Un siglo diecinueve que aún homenajea al XVI!! Fuera del texto, Masha, detenida, mientras Irina y Olia se lamentan, construye una lágrima que es la culminación de su personaje; una lágrima silenciosa, cercana, e íntima. Como espectador es mía y sólo mía, más que el pataleo de Soliony. Pero apenas tengo ninguna duda de que si alguien mereciera esa lágrima más que nadie en el mundo, ese alguien se llamaría Juan Pastor, alguien que es capaz de dejar el teatro en la memoria, llena de pequeños gestos, para que allí puedan seguir sucediendo cosas.
lunes, 25 de enero de 2016
Y quitarse el sombrero: Compañia Guindalera. "Tres hermanas" de Chejov.
Casi lo podría gritar en letras mayúsculas: ¡¡por fin!! :“Tres hermanas” de Chejov, por la Compañía Guindalera, cumple como pocas veces todas mis expectativas teatrales, por tanto literarias, por tanto plásticas, por tanto filosóficas, por tanto espirituales…
La
primera norma del buen teatro: no molestar. Dejar que el espectador vea ese
“cachito” de mundo. La segunda gran norma sería entonces“facilitar” la llegada de esa
historia. Facilitar no significa, como muchos creen, “simplificar” o
“idiotizar”. Del mismo modo que hacer de una obra algo contemporáneo no
significa subirse en unos patines, desnudarse, o hacer bromas calladas sobre la
imbecilidad de Rajoy, por ejemplo. Ser contemporáneo implica entender verdaderamente nuestro
tiempo, y, desgraciadamente, como el mismo Chejov afirma y la dirección de Guindalera
respeta, los problemas humanos parecen seguir siendo esencialmente los mismos. Pero, si
me atrevo a gritar a los cuatro vientos “¡por fin!” después de haber asistido
por segunda vez a la función y haber comprado ya las entradas para una tercera,
debería ser capaz de argumentarlo, en vez de asimilar este mal tertuliano de
nuestro tiempo: convertirnos en partidarios o detractores bajo el único
argumentario del amiguismo, el interés, el grito y el insulto. No, no, me negaré
a caer en eso.
En
primer lugar: la selección. A la
hora de escoger un texto teatral hay que escogerlo por una razón fundamental:
su calidad. Y la calidad supone la capacidad de tratar los problemas humanos
con la suficiente profundidad y nivel de observación como para que el buen
lector se interese por lo que allí sucede, no sólo en función de los hechos, sino
en función de la significación posible de los hechos. Chejov es una garantía en
cuanto a calidad textual, pero no lo es el hecho de que esa garantía resuene necesariamente
con las inquietudes, pensamientos, reflexiones, emociones e imaginaciones del
que será el director de escena. De manera que como en la medicina, el criterio
de selección depende de “un encuentro entre dos personas”, como le hubiera
gustado decir a Szczeklik. Ese encuentro entre Chejov y Juan Pastor ha sido una
bendición, sobre todo porque este último entiende a aquel primero…
En segundo
lugar, la interpretación de los hechos.
Desgraciadamente, en el teatro se ven todas las ideas, o la falta de ideas, que
la dirección tiene sobre un texto. En el blog de Guindalera hay algunas notas
sobre los personajes de “Tres hermanas” en las que se va reflexionando sobre “esa”
humanidad. Uno no tiene por que estar de acuerdo en todas las cosas que allí se
dicen, pero se ve, más en el teatro que en el blog, que hay una idea clara, y
propia, sobre el mundo y los personajes de Chejov. Hay algo después de la
segunda función que todavía me falta por aprehender. No todo esta dicho, porque
los espacios de interpretación son amplios y muchas veces inefables. Pero se
siente una profunda empatía , no con los personajes, como muchos críticos se
empeñan en repetir, sin ningún sentido, sino una profunda empatía por la Mirada
con la que se observan. Chejov era médico, y eso se ve; su observación de las
individualidades, su diagnóstico, recabando todos y cada uno de los datos
necesarios: forma de hablar, de moverse, biografía, comportamientos, unidos a su falta
de juicio moral sobre ellos son caracterísiticas del buen galeno.
Pero hay además algo en Chejov que le
convierte, como le hubiera gustado decir a Borges, mirando hacia atrás, en
Carveriano y en Hemingwayiano. Y es su observación del presente. Es un Janacek,
al fin. Porque trata con el presente sin necesidad de trucos argumentales. En
eso, el director de teatro encuentra su reto mayor, y el aplomo que da el saber
que uno “entiende” el presente le evita la necesidad de hacer algarabías
tensionales con el argumento o la necesidad de efectismos que denotan no otra
cosa que una falta de confianza en el texto y una falta de consistencia en la
interpretación. Pero ninguna de esas debilidades atacan al sistema immune del
director de Guindalera. ¡¡¡Bravo!!! No comparto con Chejov ese existencialismo
tan camusiano ni su tendencia al enfásis del desencuentro como destino. Pero la
maravilla está ¡¡en que Juan Pastor tampoco!! (¡aunque no fuera así seguiría
siendo maravilloso!) Chejov es mucho más que eso, y la
interpretación de un texto consiste en jerarquizar, en señalar, en encontrar
las ideas o los gestos que sean capaces de crear significado. ¡¡En tener una idea sobre el
texto, aunque se mala!! En lo que yo he podido ver, aceptando mis limitaciones,
hay dos elementos señalados: uno, el ambiente, y dos, la construcción
“individual” de los personajes. En primer lugar, el ambiente. ¿Qué nos mata
como humanos?, parece preguntarse el tandem Chejov-Pastor. Nos mata la
banalidad; lo trivial. Eso parece plantear Chejov-Pastor en la primera parte. En
eso es extraordinariamente moderno (si lo vemos desde nuestra posición
occidental y profundamente burguesa. y extraordinariamente poco moderno si lo
vemos desde la modernidad de otras sociedades, a las cuales la trivialidad,
asfixiados por la necesidad de sobrevivir, ni siquiera se les acerca. Allí matan las bombas, mata el hambre). A partir
de ahí, la falta de sentidos vitales lo convierten todo en un sinsentido, en
algo, como dice Tusencbach, “penoso”: “Y dentro de mil años, el hombre suspirará, como ahora: "¡Ah, qué
penoso es vivir!", y al mismo tiempo, exactamente como ahora, tendrá miedo
a la muerte y no la querrá”, dice Tusenbach. Sin embargo, Chejov-Pastor adelanta a Masha al centro de la escena, reduce el tempo de la
obra, le da espacio, genera un silencio que nos permite saber que algo va a
ocurrir… y entonces María Pastor se conecta con una emoción stanislawskiana, y
cuando siente que la emoción la habita, dice, desde ese tránsito: “Me parece que
el hombre ha de tener fe, ha de buscar una fe; de otro modo su vida es vacía,
vacía... Vivir y no saber por qué vuelan las cigüeñas, por qué nacen los niños,
por qué hay estrellas en el cielo... O sabemos por qué vivimos o todo son
tonterías, pamemas.”. En ese momento sabemos que algo ha pasado, que Juan
Pastor tiene una idea, que hace teatro y sabe por qué hace teatro, y que ese
momento es para el director como determinados momentos numéricos para Bach: no sólo
estructura dramática, sino estructura interpretativa. Desde ahí construye a sus
personajes, los salva desde esa esperanza que es sólo mirada, la mirada a los
abedules, a las aves migratorias, al viento, a la nieve, y a todo lo natural
que rodea al hombre y que le permite seguir respirando para sobrevivir a su
existencialismo y a su trivialidad. En eso Chejov sigue siendo romántico, y en
eso Juan Pastor sigue siendo genial: en la observación de esas fuerzas. La construcción de los personajes es pura orfebrería: los movimientos
de Masha, el uso de las manos, la expresión constante de Irina, el timbre de
voz de Olia, su vestuario, los gestos de Vershinin, el pie de Soliony, los andares
y la dulzura trágica de Kuliguin… nada dejado de la mano de Dios. Todo bajo una
dirección que además se permite guiños a la pintura regalándonos cuadros
inolvidables, que dispone el escenario con la perfección con que sólo pueden
hacerlo los que trabajan día y noche, que se permite acceder al afuera de la obra, a
nuestro espacio, con leves comentarios sobre nuestro tiempo, sólo visibles, como
dice Chebutikin “para el que lo quiera ver”. Así es este teatro, un teatro no
impositivo, cargado de referencias de todo tipo. Esa Masha, por ejemplo, es por momentos
Ofelia y es por segundos “la exorcisada”, liberando un mundo de referencias
teatrales conscientes o no, pero que se arremolinan en la trasera de una
compañía al parecer llenísima
de teatro por todas partes. Podría seguir hablando de esta obra durante horas,
podría ir personaje por personaje alabando las bondades del personaje y del
actor. De to dos y ca da u no de los ac
to res sin ex cep ción. Podría hablar del uso de las luces y de Rembrandt,
hablar del amor y del desamor, de la muerte, del egoísmo, de la simbología
mencionada antes, del incendio, de la despedida y de Rilke, también presente,
pero uno debe ocupar su sitio y no molestar. He sido ya demasiado extenso. Me
pondré el sombrero y saldré a la calle, absolutamente feliz y absolutamente
agradecido a la Compañía Guindalera y a Juan Pastor. La justicia, queridos
amigos, no es lo que necesita la compañía ni de la crítica ni de las
subvenciones de todo tipo. La justicia es lo que hacen ellos, consigo mismos,
con Chejov, con el teatro, con la literatura, y con la vida misma. Me quito el
sombrero.
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