miércoles, 30 de junio de 2010

ADA O EL ARDOR. Nabokov.

Me dispongo a una imprudencia. Quiero (y es un “sí, quiero”) hablar de Ada o el Ardor. Nabokov. De todos modos, no, seré preciso, no hablaré de Ada, hablaré de la emoción de la lectura de Ada. Será más fácil, menos valiente, eso sí, pero en todo caso incuestionable.
En mi segunda media lectura regresa la conciencia plena de estar frente a un Chartres literario, tal como imaginó Chartres el Welles de “Fake”. Como lector, algunos textos me devuelven una serena emoción; una especie de percepción interminable de paz; una como congruencia universal; una convergencia. Es el caso de la lectura de Ada.
En lo meramente narratológico, bajo un marco narrativo clásico, cervantino, construido desde cartas, redacciones, comentarios, y desde la pluma bajo dictado de la señorita Knox dirigida por Van, aparecen una especie de jardín de géneros, en donde todo florece: lo poético, lo epistolar, lo biográfico, la narrativo, el ensayo; regado de discurso científico, filosófico, literario… Es un jardín que podríamos llamar isotópico; en el florecen las flores del pensamiento, y las del amor, pero también constituyen la metáfora formal del jardín de Ardis, del jardín de la infancia de Ada, de Van, y de Lucette.
Los diálogos son vivaces, y, en su primera parte, tan inverosimiles como maravillosos. Las descripciones son refinadas. Pero por encima de todo, como algo que camina por encima del texto, como algo que está más allá de la propia narración, como algo que ocupa realmente un estatuto real, están Van, Ada, y Lucette. Y el amor de los tres. Algo nacido en Ardis, los juegos infantiles de Ardis, creando para siempre un espacio inmutable que una y otra vez vuelve, imponiéndose al artificioso mundo adulto. Como si los sistemas creados por los hombres; la institución bajo la que deben vivir en paz, no pudiera superponerse, borrar, debilitar, un amor infantil y prohibido que lo ocupa todo, incluso ese espacio institucional. Así se desvanece el marco, el escaparate de ejecución imposible para el que prolonga un sentimiento infantil. Es como en el sistema nervioso: la evolución ha ido superponiendo diversas capas, envolviéndolo todo con nuestra capacidad simbólica. Pero el sistema viejo, el anfibio, constituye el verdadero e inconsciente motor de nuestros pasos; la supervivencia y la prolongación de la especie: la huida, el enfrentamiento, y el sexo. Ese motor agazapado (a veces no tanto) que lo conduce todo. Hasta nuestros pasos más simbólicos. Es como el pensamiento, regado hasta la saciedad de emoción, nacido de esta hasta ocultarla con sus estúpidas ramas.
Hay una idea semejante en la relación de Ada y Van; recorre todas las edades, y está por encima de la institución adulta. Es eso lo que nos emociona; la intensidad de la real, de lo “profundamente” real. Nos apaciguan sus encuentros sexuales tanto como las tentativas de Lucette por alcanzar siquiera un momento efímero de Van. Esa mano en su hombro es como la magdalena de Proust. La pérdida de Lucette nos conmueve tanto como el definitivo encuentro de Van y Ada.
Me pregunto por la recepción del texto en los últimos sesenta; por la capacidad de provocación que podría tener el incesto y el adulterio en las líneas decimonónicas que se prolongaban más allá de la segunda guerra. Pero no considero esta recepción importante, en ningún caso. Sólo la recepción de Demon importa, y es, en realidad, engullida por su muerte. Cuarenta años después, el hálito del amor de Ada y Van, independientemente (casi) de su filiación y de su contexto social, lo llena todo. Embellece los aeropuertos, los aviones, y los hoteles en los que lo leo, en este Junio que ya quema. Y cuando pienso en si he entrado de verdad en la cocina de Nabokov, me doy cuenta de que si acaso, sólo veo sus instrumentos de prestidigitador, y una varita mágica dejada como si tal cosa sobre la mesilla de una puerta trasera.

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