lunes, 23 de agosto de 2010

Eroberung des Nutzlosen (“Conquista de lo inútil”) Werner Herzog. Editorial Blackie Books.

Llevo días queriendo hablar de este libro que me acompaña en estos últimos días. A Werner Herzog lo conocí gracias al azar, en un remoto programa de madrugada, cuando la 2 programaba obras maestras. No sabía quién era, pero a lo largo de aquellos fotogramas tuve una sensación que sólo he tenido en el cine de la mano de la mirada de Dreyer, sobre la fotografía de Bergman, la narración de Welles y del mejor Wilder (el de “Perdición”), junto con el mudo de Lang y un cierto Ophuls, el de “Carta”. Con todos ellos sabe uno enseguida que está asistiendo a “algo”. Entonces, aquella madrugada, me quedé a los títulos de crédito, y el nombre de Werner Herzog se me clavó para siempre en la memoria. Su mirada me es fascinante, pero además me es empática. Siento por Herzog, no sólo director, sino persona, una enorme simpatía. Su carácter me es amigable, y sus sueños me devuelven los míos. Por eso, hace dos semanas, tras comprar cuatro botellas de aceite para darme al placer de la cata de la oliva, en la calle Fernando VI, me acerqué a la librería Antonio Machado, por donde hacía tiempo que no pasaba (en ese gesto recupera uno lo que de algún modo ama). Y allí lo vi; “Conquista de lo inútil”, el diario de rodaje de aquel Fitzcarraldo, con Kinski, en el seno de la selva peruana. Habla Herzog en este diario de los pormenores cotidianos de aquel rodaje, en el que el peso de la selva, la convivencia con los indígenas, el manejo del ego de Kinski, las dificultades económicas y la desconfianza en un proyecto en el que sólo él creyó, junto con los enredos de prensa y el movimiento petrolero que quería hacer de aquel lugar un Yukón de oro, lo rodeaban todo. El objetivo era nítido. Herzog había visto en su interior cómo un barco remontaba el río, en plena selva, y ante la imposibilidad de seguir, tenía que ser remontado por la montaña, para alcanzar el rio por la otra ladera. Sin saber de qué era metáfora aquel hecho, confió plenamente en su intuición, y consiguió, tras más de dos años de lucha, terminar el rodaje. Cada detalle de ese diario es un trazo suelto y metafórico de un gran sueño, de una enorme confianza. Creo que aquella metáfora es la metáfora de la experiencia misma de aquel rodaje. El día a día bajo “la única dirección posible: siempre hacia delante”, de Patton, que él mismo nombra, es fin y medio. La plasticidad de su persona es infinita, se adapta a un entorno de serpientes y tarántulas, de tormentas y crecidas de agua, de calor y lluvias. Un entorno muy diferente al suyo de Baviera. Pero se adapta también a otro modo de percibir el tiempo; el tiempo amazónico: “después del amanecer, antes de comer, después de la tormenta, en la noche”. Dirigir a Kinski haciéndole sentir que él es lo más importante, que él lo es todo. Se adapta a los indígenas, que ven con los ojos de la selva. Y al mismo tiempo negocia con Hollywood y añora a su hijo, que crece en Baviera. Todo por la búsqueda de una gran metáfora de la que él desconoce el significado. Cada detalle de su observación es un detalle de genio y un detalle de hombre. Un ejercicio de fé, de libertad, de claridad. Cada paso es una Escila, un Caribdis. Y cuando Ítaca es alcanzado y el barco remonta, queda el halo de su confianza en sí mismo, queda el halo de la intuición, de la epifanía. Pero queda sobre todo un camino que comparte, y que hace de nuestros días de lectores un vergel, como el de la prima de mi padre, Rosalía, que apacigua los calores y las tormentas, al tiempo que mi sobrina Ana (Anititi para su tio) llora su primer diente y dice ya adios con la mano.

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