lunes, 23 de agosto de 2010

Fotografía y caza. Un diario de Somiedo.

Salimos temprano. Mucho antes de que el amanecer amaneciera. Poco después de las seis de la mañana ya caminábamos desde la parte de atrás de la Peral (desde donde no se ve la casa de Jimena)en busca de la senda que nos condujera al Rebeco. Estábamos en Somiedo. Pieriti guíaba la cacería. Al principio, caminábamos entre las piedras y sobre el agua a tientas, por ese valle inicial que llaman el Pozo de la baba. Aún no era de día. Ni siquiera había levantado la niebla, ni siquiera había aparecido la luz. El gran peñón, la Penouta, le dicen, a nuestra izquierda, no se enrojecía, no se iluminaba. A nuestra espalda un paisaje de nubes como aureolas, pezones de monte. Frente a nosotros, sólo sombras. Íbamos a ir subiendo junto al cortado del valle, tratando de encontrar rebecos en la ladera o en lo alto, haciendo equilibrios entre piedras, matorral y prado. De vez en cuando, un rebeco. Siempre el mismo ritual, una leve mirada de Pieriti al monte, y allí donde unos ojos normales apenas alcanzan a ver verde, piedra y cielo, Pieriti veía unas pequeñas manchas naranjas, que ya identificaba, no sólo como Rebecos, sino como macho, hembra, o hembra y cría. Después, la localización precisa con los prismáticos, y, el gran telescopio. Había que encontrar un rebeco macho, cuya distancia entre cuernos no superara los 7 centímetros y cuyo diámetro de cuerno no excediera tampoco esa medida. Desde cerca, eso es fácil. Desde lejos, para el inexperto, es una quimera, y para el experto, casi un espacio indeterminado. Para un observador inexperto e impaciente como yo, tras dos o tres localizaciones, me daba cuenta de que la tarea iba a ser a laboriosa, que no se trataba de llegar y besar el santo. No. En eso consiste el rececho. En acotar, encontrar una mejor situación, en encontrar la pieza exacta que buscas, y en encontrar el mejor lugar para acertar de lleno. Aunque esto no lo supe hasta el final, cuando el cazador acertó de lleno en el Rebeco, son estas las mismas habilidades que requiere el ejercicio de la fotografía, y no, desde luego, el uso de diafragma, enfoque y obturador, apenas conocimientos básicos. Cuando ya amanecía atravesábamos entre vacas el valle de Trabanco. Esas vacas, cuando unas horas después volvíamos arrastrando la presa, se volverían locas con el olor de la sangre, con el reguero del Rebeco sobre la hierba. Seguía sin aparecer el rebeco soñado. Seguíamos subiendo lentamente por nuestras paciencias. Arrastrábamos sueño e ignorancia por los valles. Solo Pieriti, que conoce al dedillo estos valles, sabe que existen otros rincones, sabe que la paciencia es la verdadera bala del cazador, y pasea tranquilo y confiado sus pasos desgarbados por los valles. Al final del valle de Trabanco, aparece el Collado que nos subirá allá donde empieza el siguiente valle, el Valle de Pigüeña. Hay que subir despacio, si el cazador llega cansado arriba, le tembalará el pulso. Desde arriba, observamos la laguna de Fontarente y, a la izquierda, otra peña, el Cornón, por cuya cuerda una pareja se convierte en silueta del horizonte. Desde arriba nos movemos agachados. Entre los matorrales se mueven los rebecos. Pieriti atiza sus catalejo e identifica la presa. El cazador se tumba, apunta, y acierta. Al otro lado, el rebeco cae por la ladera. Decenas de otro rebecos saltan asustados y se alejan hacia Fontarente, o piedras arriba. Después, el rito. Encontrarlo entre matorrales, destriparlo como regalo para los buitres, la foto, y arrastrarlo de vuelta. Al final, más de seis horas para un disparo. Entonces se le corta la cabeza, se mide, para comprobar que da el perfil, y se celebra la victoria con zumo de naranja, jamón ibérico, y tortilla. Así es la fotografía, un paseo lento hacia una toma incierta.

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