jueves, 7 de octubre de 2010

EL PACTO DE FICCIÓN

Uno de los hechos más admitidos de nuestro mundo es el pacto de ficción. Es casi como una segunda piel. Que lo que veo en el cine no es real, que tiene sus propias leyes, que forma otro mundo aunque participe de las leyes (o no) de este, forma parte de nuestra cotidianeidad irreflexiva. Pero hay un punto de corte, o dos, quizá, sobre los que merece la pena pensar. Recuerdo al primo Guillermo, en Cuba, cuando íbamos hacia Catalina desde el aeropuerto José Martí, en aquellos noventa. “¿A ti te gusta el cine?”, preguntó. “Sí, ¿cómo no?”, le contesté yo. “A mi eso no me cabe en la cabeza, yo me siento ahí, y ya sabiendo que todo es mentira, en diez minutos tengo que irme. Es una impostura”. Me quedé a cuadros. Pero no le faltaba razón. Mezclaba la honestidad con la imaginación, hasta el punto de exigirle a esta los principios de aquella. No le di más vueltas al asunto hasta que hace unas semanas escribí junto a mis sobrinas de ocho y seis años “nuestro” primer cuento. En él contábamos cómo habíamos sido nosotros los primeros en descubrir la tumba de Tuthankamón. No tuvieron problema en inventarse las escenas más inverosímiles, con cocodrilos, espadas invisibles, bactericidas mágicos… Pero estas criaturas, nacidas en el mundo de la comunicación global y educadas en el seno de una familia aún ajena a la postmodernidad ( es decir, que aún establece una jerarquía en los valores ) se enfrentaban a un problema de conciencia: estaban mintiendo, y su mentira era global, podía ser vista por todos. Porque la verdad es que ellas, nosotros, no habíamos sido los primeros en descubrir la tumba, ni siquiera lo habíamos hecho. En el filo del sueño, estos pensamientos las preocupaban. Pero aún más, les preocupaba la fama. No la deseaban. A los seis años, la pequeña Lucía sabe que la fama es un monstruo alado, y que su mentira global le puede conducir a ella. No le preocupa matar cocodrilos al vuelo; en el seno del relato las escenas son posibles. Pero las consecuencias de la ficción en la realidad, como si aquella no fuera ficción sino realidad, eso es otra cosa. Estaban sintiendo con almas infantiles las consecuencias de los libros sagrados en la realidad del mundo. Así que nos cambiamos los nombres y nos fuimos a dormir en paz.

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