lunes, 16 de febrero de 2009

Hamburgo blanco 13/02/09

El Hamburgo Blanco.

Volví a Hamburgo en Febrero del 2009, hacía ya 9 meses desde la última vez, en mayo, cuando se podía ir en kayak por los canales, pasear por Harburguer Park, y coger la bici para cualquier cosa. Desde el cielo, esta vez, todo estaba blanco, blanco y a la vez gris, como si la ciudad no se atreviera del todo a ser blanca blanca, como si una cortina traslucida lo impermiablizara todo. Me recuerda mucho a algo quem e resulta esencialmente alemán, centroeuropeo al menos; las cortinas. Ni dejar ni impedir que la luz pase, ni atreverse ni no atreverse a abrirlo todo hacia fuera. La desconfianza hacia lo exterior. Como la niebla. La ciudad me resulta ya de una familiaridad absoluta, no sólo los rincones que ya me conozco, la rutina del aeropuerto, del Schnell Bus, del metro, las escaleras del Stintfang hacia el Albergue, la retahíla de cosas que uno debe saber cuando vienen a un albergue, cosas ya conocidas, que contadas de nuevo nos permite obtener matices de tono de voz, o enternecernos con el recuerdo. Y ahí está el Landungsbrücke solitario, trsite, abandonado, duro, gris, bello mientras nieva por las mañanas desde la colina. He visto ese puente, ese puerto, en su cumpleaños, a cuarenta grados en Mayo, y he desayunado esta vez viendo nevar y nevar sin parar, he corrido a la orilla del río sin poder pisar otra cosa que nieve y hielo. Y Jungferngstieg, en obras, ya los amantes y los amigos no están para celebraciones exteriores. Es el invierno, como el del Rathaus al que le sobra plaza de puro frío. Todo está más solo, más frío, y a la vez bello y blanco. Me gusta Hamburgo. Es una ciudad que he hecho mía, por la que camino a la vez como extranjero y como algo que le pertenece. Ya he pasado días en Eppendorf, en Landungsbrücke, cerca de Hauptbanhof, en Stadhausbrücke, el barrio portugués ha pasado ya a no atraerme, prefiero las pequeñeces junto a Grossneumarkt, esa plaza sin iluminar que podría ser y más parece una llamada a lo suburbial. Adoro correr por Pflanzen und Blumen, comer en Deichstrasse, esas sopas de invierno, los pescaditos fritos (Stichs?) del Elba en esta época del año, me gusta la amabilidad estructurada de los camareros alemanes, su sorpresa ante la broma, la retórica de los gestos del oficio, siempre del mismo modo, a la vez maravillosa y distante. Nada dejado a su propio curso. Y, aunque resistente, siempre la sonrisa de la camarera ante la tercera broma, ante la insitencia del pájaro crpintero que acaba rompiendo la concha. Me gusta Alemania hasta el punto de no querer vivir nunca allí. Me gusta con la frescura de las amantes, tal y como aparece y desaparece. Me gusta aparecer por Wandalenweg, y desaparecer camino de Ohlsdorf. Me gustan los cursos y el Té. Me gusta ir a dormir temprano, mis pequeños ratos de lectura, mis carreras, y la visita al museo de al lado de Rathaus, donde pude ver más Matisses que en mi vida. Y la música que me hubiera gustado escuchar y no pude. Y el idioma, ese idioma que adoro, y que, a pesar de su fama de dificultoso, no deja de darme alegrías, los pequeños objetivos cumplidos, ir, también como el pájaro carpintero, rompiendo su protección externa, acercandome, poco a poco, a su comprensión. En el curso de Vleeming entendí por fin la introducción, supe lo que debía haber pasado ese Julio ya lejano de 2007, cuando, atónito, no entendí ni una palabra de aquella bienvenida. Qué maravilla ver abrirse a una flor, como el amanecer, ver a esa mujer desprenderse de su máscara, de sus ropajes, romper un huevo, quitar el envoltorio a un regalo, romper el sobre de la carta de un amante o de un amigo, ir viendo al idioma quitarse sus resistencias, dejar sólo la precisión de las palabras, la belleza de los sonidos, dejar que aparezca su forma particular de ver las cosas. Me gusta Alemania, me gusta volver a Alemania.

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