domingo, 25 de abril de 2010

GRISÚ. Esther Ramón

Aventurarse a decir algo sobre la poesía es siempre un caminar por el filo de un derrumbe /soñando como máxima ventura / permanecer en él. En el caso de Grisú, de Esther Ramón, tengo la impresión de que ese filo se estrecha. Sin que esto signifique necesariamente virtud ni vicio. Creo que la lectura de Grisú debe romper la linealidad del texto, debe hacerse de arriba hacia abajo y de delante hacia atrás, con sus respectivos viceversas. ¿Cuál es la puerta de entrada para aceeder a Grisú? Si visionamos los textos, su forma más externa, encontramos esas ristras que parecen caer como estalactitas. No parecen ser las puertas. Vistas de lejos, sus significantes se asemejan. Sin embargo, cada una de ellas contiene un animal mítico; cada poema es una Quimera. Y aunque sus partes no son siempre iguales, a lo mejor no son tan distintas. Están hechas de humo, de tierra, de oscuridad, de piedras preciosas, de gas, de agua, de luz, de color, de pequeños animales y de hombres sin rostro. Algo cambia de estado, como el humo desaparece. Pero algo también lo nubla todo, lo apaga y lo esconde. Como la noche, como la tierra. Una tierra yerma, la de los cultivos quemados. Estos espacios, repletos de túneles y galerías, de espacios cerrados en donde "una espantada / de ratas / que argumenta" resuelven su propio significado poético en los definitivos "no hay voces /en los túneles / no hay / voces". Es el espacio de la muerte ("el aire que prende fuera /del alcance / de su aliento") y es a la vez el espacio del diamante. Por sus veredas vagan inevitablemente los campesinos y los mineros. Nadie representa mejor que ellos la morada poética de este texto. Siempre al borde de la muerte, representada por un obstáculo, por una sirena. Y al mismo tiempo en contacto con los metales, con las piedras preciosas. Incluso la esmeralda sueña otro espacio. Es un espacio crudo y es un espacio tierno. Hay un verso delicado, conmovedor, que casi lo justifica todo: "y en silencio buscamos/sus aristas rozándonos/ los dedos cerrando/al salir la puerta/con infinito/cuidado" No es la muerte en sí, es la inminencia de esta. Late la pregunta de qué o cómo pierden la voz, los hombres (no se les oye por ninguna parte) y en eso parece colarse ("y entraron /partículas de sol") una cierta mirada social (más de afinidad, de empatía, que de denuncia) hacia el trabajador manual (básicamente minero y campesino). Pero no es este árido espacio el único del texto, en el que el desierto y el hielo "que encierra" son también creadores de túneles y galerías. Los otros elementos fundamentales son el agua, el color, y el sonido. Es la lluvia el objeto del sueño, polinizador de tierra, espacio del amor casi (dos conejos blancos escondidos en un pozo). Falta el agua en el desierto y en la tierra seca, falta agua en el hielo. Por eso aparece siempre como sueño, en relación con la luz (con el color): "contra las tablas / sobre los colores /la lluvia invocada" y con el sonido, como en ese último verso del libro: "y que se escuche / esta piedra / que choca contra el agua". Brota entonces la esperanza. Hay un cierto paisaje de la meseta castellana en el texto, en el que no sólo la tierra seca y un silencio crudo lo recorre todo, sino que están también los grajos, pájaros que con sus picos (motivo repetido y repetido, como un trasunto de los picos de mineros y campesinos) parecen buscar también en los espacios escondidos. Sólo en la pintura y en el sueño aparecen animales de otro ámbito. La pintura, el color, la imaginación. Es, pues, Grisú, un texto telúrico, lleno de realidades disfrazadas de Quimera, que intentan engañarnos, confundirnos. Es un texto de hogueras y fríos, de gases y hielos, de metales pesados y metales preciosos, de crudas tierras y colores vivos, de muertos y niños. Es un libro de Grisú; un gas explosivo cuyo origen es el mismo que el del carbón, que el del diamante. Morir o brillar. "Yo sólo veo / cultivos quemados / y una ventana / siempre abierta"

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