domingo, 11 de abril de 2010

X MEDIA MARATÓN DE MADRID 11 de Abril 2010

Hay algo que me inquieta antes de cada carrera. Cosas típicas: la cantidad de gente en la salida, los codazos, los empujones, la falta de sitio. Otras más banales son la prisa por hacer el último pis (hoy por ejemplo, habían cortado las zonas restringidas cuando yo volvía, y me pude colocar por los pelos), el tiempo que hará, la gente que vendrá a animar. La inquietud por el último sueño(el del día anterior, claro), que uno supone largo y placentero en su mundo ideal y que suele ser atropellado y corto en el real, y la inquietud del Té, del desayuno (hacerlo dos horas antes o no hacerlo, that´s the question). A ello se suma como a montoncitos las inquietudes que devienen de la reflexión sobre la preparación (faltó trabajo de fuerza, debía haber hecho rodajes más largos, faltaron series largas, faltaron multisaltos…), que suele ser un pensamiento de faltas más que de un pensamiento de logros. Y luego empieza uno con las comparaciones; la preparación de los otros años, los dolores que uno tiene y no tuvo o viceversa, y así hasta el infinito. Pero en esta media maratón se sumaron para mi, tres nuevos motivos de inquietud. Uno parece claro: para un novato en mediasmaratones como soy yo, que sólo ha terminado una, hace ya un año, y que sólo ha intentado una más, con la consiguiente rotura fibrilar, el motivo es obvio, la distancia, los 21.097 metros. Cuando lo pienso, se me hace interminable. Es como una mirada brumosa al horizonte desaparecido. Sé que hasta el kilómetro 12 conozco el espacio. Sé que por inercia y con esa costumbre que uno tuvo, y retuvo, claro, puedo llegar al 14. Pero desde allí mi imaginación crea una pampa, un desierto helado, una niebla baja. Incluso habiéndolo recorrido ya una vez, dos veces, con la de hoy, ese espacio se me hace ajeno como el de un cuerpo retomado, como un idioma que uno no sólo no entiende, sino que ni siquiera siente como idioma, como vehículo de comunicación. A ese espacio pantanoso se le une el segundo motivo: en mi ciudad, aún reconociendo el recorrido, nunca he corrido por esos lares. Es mi imaginación la que ha creado el mito de la dureza de esta media maratón, pero la concreción es aún más terrible. Las subidas y bajadas, más allá de donde uno las imaginaba, e incluso donde uno las había imaginado, son en la realidad mucho más altivas que en la imaginación. El tercer motivo es el ritmo. Sea por mi fobia a los relojes o por el deseo de permanecer inmerso en un mundo ya suficientemente matematizado, medido, en el que todas la referencias son numéricas, huyo de los entrenamientos basados en ritmos e intensidades, en distancias y frecuencias cardiacas. Prefiero el juego, la libertad. Prefiero el antiguo Fartlek, la comba, las cuestas que se me aparecen, y la distancia “de la Alameda”, antes que trabajar por 400, 500, o miles. Prefiero correr “dos vueltas y media al Retiro” que “ocho kilómetros”. Convertir el correr en una especie de juego se vuelve contra ti, como el cuchillo de dos hojas borgeano, cuando tienes que correr 21.097 metros, y los quieres correr en menos de una hora y veinte, sin conocer el recorrido. Porque en este juego todo son números, y la relación entre el correr y los números no la tengo interiorizada.
Esta mañana tenía ganas de correr. Había un cielo claro, alto y limpio. Recogí los chips de Tato, Alex, Amparo, y el mío, antes de que llegara el gentío. Tomé un té, y, muy al pesar de mis tres mosqueteros, salimos a calentar. Me encontraba bien. La salida estaba bien organizada, con zonas restringidas, así que eso relajaba mucho. Salimos como sin prisa, el pistoletazo estuvo en una especie de tiempo de nadie, mientras yo intercambiaba ánimos con mis compañeros de línea. Estaba tranquilo, y, aunque en los tres primeros kilómetros no sabía a qué ritmo íbamos, porque no vi las marcas kilométricas, iba tranquilo, sin forzar. El globo de 1:20 iba un poco delante, a unos cincuenta metros, pero me decidí a dejarlo allí, a hacer el acercamiento a partir del kilómetro 10. O eso me imaginaba yo. En el 5 bebí a trompicones, con más cabeza que otras veces, pero con dificultad. Mi dificultad radica en que se me tapona la nariz, y, al beber, no puedo respirar. Así que, como suele ser habitual, sólo bebí en el 5 y en 10. A partir del kilómetro 5 me di cuenta de que sería difícil hacer 1:20. Pasamos en 19:11. Apreté un poco, hasta que di con alguien que parecía ir corriendo muy relajado, llevaba una camiseta de Cajaespaña con una leyenda de Palencia. "Este es mi guía", me dije. Me pegué a él, y corrí detrás hasta que vi que flojeaba en Serrano, a partir del kilómetro 12. Ahí fui yo el que lo intenté. Habíamos pasado el 10 en 38:30, poco después de aparecer en Plaza de castilla, iluminado por el sol de la mañana, como un regalo. Había que correr mucho para hacer 1:20. Me fui hacia delante hasta que en la subida de Diego de León sentí que ya no iba igual, no iba reventado por arriba, ni muscularmente dolorido ni flojo; era el terreno inexplorado, la debilidad del terreno que uno normalmente no holla. Conservar el cuerpo exige entrenar menos, y, llegado este límite salen las carencias. Me pregunto, pasado el tiempo, si es sólo una cuestión física. Y no creo tener respuesta. Quizá se produce una entrega. A partir de allí me prometí no perder la elegancia en el correr, pero ya me pasaban corredores. Al llegar al Retiro tienes la primera sensación placentera. A la vez tienes la sensación de haber vuelto a casa y de que todavía quedan cinco kilómetros. Allí, en aquella esquina, estaba Marisa, sorprendida de repente con mi llegada. Poco antes, la metáfora: el pacemaker soltó el globo de 1:20, unos 150-200 metros delante mía. Quizá un poco más. Lo vi como desaparecía en el cielo. Las posibilidades se esfumaban. Era el kilómetro 15 y bajar de 1:20 pasaba ya a un segundo plano. Era casi imposible. también hay que entrenarse para, cuando uno ya no va, resistir, yendo. Bajando Menéndez Pelayo, cerca del 18, me adelantó el palentino. Iba con un tipo alto, de azul y blanco. Habíamos hecho toda la carrera juntos, y, al adelantarme, me dijo: “¡¡vamos!!”. Hay un sentimiento familiar en recorrer estos kilómetros en común. Parece que hubieras convivido toda la vida con ellos. Y, más que rivales, son compañeros. A partir de ahí no me importaba ser adelantado, había una cierta entrega, sin duda, no era sólo que las piernas ya no fueran igual. Llevaba también la mosca de una ampolla en el dedo gordo, que luego resultó ser una ampolla de unos 4 centímetros, ya sanguinolenta. La cuesta, la famosa cuesta de Alfonso XII y de la cuesta Moyano se me hizo “cuesta arriba”, pero aún más largo (más que por cansancio era ya un sentimiento de pereza) se me hizo el bucle por el Paseo de coches, mientras al otro lado de la valla veía a los que sí harían 1:20. "¡¡Qué envidia!!", pensé. Me adelantó otro compañero de carrera: “vamos, máquina”, dijo. No le creí. En la recta de meta me dediqué a observar a los animadores. Eso me divertió. Pasé la línea y sentí un alivio, y un cierto orgullo. No hay que menospreciar el orgullo de terminar una media maratón, estén o no los objetivos cumplidos. Entonces se acercó otro de los compañeros de viaje: “enhorabuena”, me dijo. "Tú sí que terminaste bien", le dije yo. Después recogí a Marisa, y nos fuimos a animar al Tato, a Amparo y a Alex, que llegaron un poco después. Y después nos fuimos a casa. No estaba muscularmente roto, no estaba especialmente cansado. Una especie de sueño y de frío me fue ocupando, antes y después de la comida. Poco a poco, las rodillas se sintieron golpeadas, y las tripas con esa extraña sensación de después de las carreras. Cierto trabajo está, cierto queda por hacer. Reconozco los logros más por el disfrute de la carrera, por la tranquilidad del después, y por una cierta resistencia corporal mejor que la de los últimos meses y años. Voy superando además mis fascitis. Mis hernias son ya un espacio vago en el olvido. En cada uno de estos pequeños detalles siento que el hecho de correr es más que una cuestión numérica; es más bien una forma ancestral de llamada, que es posible incoporar al disfute cotidiano del mismo modo que el whisky, la amistad, el arte, el amor, o el sexo.

2 comentarios:

  1. He disfrutado con cada una de las frases de tu relato.

    Creo saber qué es lo que te ha faltado para cumplir tu objetivo, suponiendo que hacer 1:20, no es en si mismo un auténtica victoria.
    Y eso que te ha faltado no es más que un poco de miedo.

    Porque de todos es sabido que correr es de cobardes. Y esa es (y no otra) la causa de que algunos prefiramos ir “un poco” más despacio.

    No tengo ninguna duda de que en Donosti conseguirás tu meta.

    Recuerda que el miedo es desagradable, pero te hace pensar con claridad y correr más rápido. El éxito no es más que un estado mental transitorio, pero tu marca quedará grabada.

    Un fuerte abrazo

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  2. jajajajaja
    si tú lo dices...
    yo sigo sin estar seguro de si faltó o sobró.

    En todo caso, qué más da. La victoria está en el disfrute, no en la marca.

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