domingo, 27 de febrero de 2011

RUTH VERONA O LA ESCULTURA.

   Hay una actividad propia del demiurgo: la escultura.  La metáfora de un Dios creador no pudo darle a éste otro oficio, porque representa como ningún otro una actividad suprema: la de dar forma a lo que no la tiene. La metáfora del Dios creador le añade a esta un “algo” que no es un añadido, sino que forma parte de ese dar forma: da “vida”; el Dios creador, al dar forma al hombre, le dota de hálito. No son acciones independientes. La metáfora no es ingenua; es la verdadera representación antropológica de un hecho humano. Somos esclavos de la forma, hasta en sus más pequeños detalles. La música se debe a ella, y, debido a su capacidad autotélica, y a su falta de referencia significante (cuando no lleva texto), posee una libertad infinita y una dependencia total de aquella. Si bien es cierto que el grado de percepción de dicha forma es un acto resultado de un largo proceso de práctica, es a la vez un acto profundamente humano, casi un reflejo ligado como ningún otro a la necesidad del reconocimiento necesario para la superviviencia. Nuestros sistemas nerviosos están  predestinados a ella. A la forma. Por eso, cuando en una noche así, como la de ayer, Ruth Verona “amasa” la Sonata de Vivaldi, remueve el barro de la aparente nada para ir construyendo un enorme perfil, y luego, conocedora con precisión de cada uno de los pasos a seguir, con absoluta tranquilidad, accede a los detalles más pequeños, dando forma a una sonata, que, inmediatamente, como aquel hombre del principio, cobra vida, percibimos un hecho creador; un “sí”, un “todo”. Si la claridad es una característica de la luz, la pieza esculpida va dejando que esta vaya pasando, para poder iluminarla, claramente, desde cada uno de sus rincones. Y esa misma luz, esas mismas manos que niegan la masculinidad del demiurgo, van dejando lo inesperado: aquella música, “tiempo en el tiempo”, empieza a ocupar el espacio. Y del mismo modo que la niebla parece detener el tiempo, nos impide percibir el movimiento, el tiempo y el espacio se unen, y aquella primera línea melódica se convierte en masa en tres dimensiones, y queda flotando sobre la sala, como un regalo de un Dios del cielo.

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