viernes, 11 de febrero de 2011

TOKIO BLUES

Como una maraña llegan los ecos de toda la turbiedad que despliega la versión cinematográfica de la novela de Murakami. ¿Por qué?, me pregunto, ¿Por qué decide Murakami contar esta historia a través de personajes que abandonan la adolescencia para empezar la vida de adultos? Quizá es banal, pero no lo creo. En ellos se aposenta una idea con más poética que en los adultos. Es el momento de una decisión vital. Optar por la vida, u optar por aposentarse en el pasado. La infancia y la adolescencia ha dejado en todos ellos el suficiente dolor como para establecer suficiente pasado, y como para que este pasado empiece a tomar cuerpo en sus decisiones. Pero en ellos hay presente, y hay futuro. Poéticamente encarnan mejor la metáfora que un viejo. Naoko es la viva imagen de la imposibilidad. En cierta forma, como Kizuki, su novio muerto, que se suicida, renuncia. Midori es la frescura, el presente, la confianza: “te esperaré, porque confio en ti”. En el centro, donde confluyen todas esas fuerzas, está el personaje principal, Watanabe. Atenazado por la muerte de su amigo de la infancia, y por un cierto vínculo con la ex novia de aquel, se entrega a ella con una responsabilidad y un amor impropio de su edad, que no le deja vivir otra vida, a la espera de que aquella supere la pérdida. Pero, como dice una maravilllosa voz en japonés: “nada puede consolar una pérdida; ni el amor, ni la amabilidad, ni la dulzura, una pérdida se vive desde el centro mismo del dolor, y debemos convivir con ella”. Naoko se suicida y Toru Watanabe se exprime de dolor. Una vez vivido, se produce la liberación. Debe elegir quedarse conviviendo con los muertos (linda metáfora del pasado, más que realidad concreta, creo) o seguir. Midori, que representa la vitalidad, la motricidad y el deseo, coge a tientas el teléfono. De los fríos rechazos pasa a esa linda acogida que le conecta con su propia decisión; vivir. Cuánto nos puede atenazar el pasado; esa es la pregunta, cuánto podemos desprendernos de él. La linda margarita es dehojada; el viento se va llevando sus lindos pétalos a nuestra vista. Queda el vuelo del pájaro que se va para siempre, la puesta de sol que se esconde; un cachorro lo suficientemente grande para dejar el redil, que se marcha. Nosotros mismos, “siempre en despedida”, nos vamos yendo. La mirada apenas sonriente de Toru Watanabe, hecha de literatura (pasado) y adioses (más pasado) queda expectante cuando al otro lado de la línea parece amanecer de nuevo.

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