viernes, 29 de enero de 2010

Ha muerto Salinger

Ha muerto Salinger. No nos embarga la tristeza, sino que se nos anima la reflexión. Leo en los artículos de la mañana no otra cosa que biografismo barato y una cierta nostalgia adolescente, fórmulas gastadas en los orbituarios de nuestros diarios nacionales. Creo que con Salinger muere un ideario literario de otro tiempo, un mundo en el que la literatura ocupaba un espacio muy distinto al actual, un lugar desde el que golpear la realidad de los lectores; y no me refiero sólo a cuestiones sociales; un lugar desde el que estimular una cierta reflexión partida de argumentos extraordinariamente bien construidos y de una cierta visceralidad; una intuición. Desaparece un mundo de autoridades literarias y mitológicas. Queda un cierto desierto falto de pasión, de mitos, de golpes, queda un universo institucionado, una literatura que asemeja la imagen del Ché impresa sobre una camiseta adolescente. Queda la domesticación de la fiera, un espacio público, colectivo (quizá) e impudoroso en el que ha desparecido la intimidad y queda sólo el movimiento de las piezas sobre el tablero, sin nadie que se atreva a golpear la mesa, a desparramar las piezas. Queda un mero entretenimiento, antesala del sueño. Desaparece uno de los guardianes de aquella vieja y áspera literatura, uno de los últimos guardianes de la intimidad, junto con Pynchon y Blanchot. Por suerte, más allá de donde llega la finitud humana, veo a Teddy, asomándose por ese ojo de pez, la ventana de su camarote. Y algo me sacude de nuevo.

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