sábado, 30 de enero de 2010

Trabajar hasta el infinito

En los últimos años hemos participado, en la medida de nuestro grado de ignorancia, de la estupidez colectiva y de la inteligencia (por llamarlo de alguna forma), de la jeta, y de la falta de escrúpulos de los que hicieron del pastel su pastel. Han desaparecido con las esencias, y han dejado la tarta vacía. Claro, han tenido que pedir de nuevo materias primas, total, no hay quien se las fuese a negar. Este mundo ha vivido de una idea económica basada en unas reglas que los unos han manejado a su antojo para su propio beneficio. En esa tarta vacía chapotea un mundo de ciudadanos desesperados, solitarios, sin algo que llevarse al alma, un mundo de desesperanza que lo va ocupando todo. Me pregunto cuál será el límite de resistencia colectiva, cuánta gente debe vivir en la miseria para ser demasiado. Y en medio de ese mundo de grandes millonarios, de bellas y bellos, de futbolistas - opio venidos a modelizadores de la estupidez, aparece lo evidente, lo que ya sabíamos: que la edad de jubilación iría, poco a poco, acercándose al infinito. Los que no trabajan, morirán de hambre, los que trabajan, morirán con el uniforme de labranza. Para que el Teatro pueda seguir siendo el que era, para que el decorado se mantenga y los actores hagan los mismos personajes con los mismos lindos vestuarios. Escucho a Eduardo Milán y eso me salva, no por sus versos, no por su discurso mesiánico e ininteligible, sino porque allí, sentado, enfrente, está Ernesto García. Me complace verle, escucharle, discutirle, y compartir cada una de esos maravillosos whiskies con los que la madrugada nos devuelve a la ciudad. Al filo de las cinco de la mañana, Madrid no se atreve a dar la hora, y esa prudencia sea, quizá, mientras soñamos el paseo de Carpentier y sentimos nostalgia del Cansinos Assens de Borges, la razón por la que adoramos esta ciudad.

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