jueves, 25 de octubre de 2007

El semblante del guerrero

Ayer, cuando el Emperador entró en mi tienda y me tendió un sobre lacrado con su propio sello, diciendo: 'Llévalo a Pérgamo, entregáselo al General al mando, Licomenes', sólo incliné la cabeza, en señal de asentimiento. Mi respeto por el Emperador era tal que no pensé que pudiera equivocarse. Si había decidido encomendar a un poeta un sobre lacrado para ser entregado casi doscientos kilómetros más allá, cuando fuera las aguas de encima de los cielos se derramaban, y las monturas raramente alcanzaban tales distancias, por algo sería. Así que me vestí no con las telas con las que normalmente suelo bajar al Ágora, sino con las vestidos del guerrero. Preparé la montura, que se movía con la disposicion del que algo sabe, y salí hacia Pérgamo, donde esperaba llegar al caer la noche para entregar el sobre lacrado al General que mantenia a duras penas el sitio del ciudad. Las batallas se ganan a través de decisiones riesgosas. El emperador debía saberlo. Así que azucé mi montura como nunca lo había hecho dejando la ciudad de Éfeso bien temprano. Cabalgamos sin descanso y sin respiro hacia la ciudad de Esmirna, sin que fuera necesario siquiera detenerse en un abrevadero. Atravesamos la ciudad de Esmirna a galope tendido, justo antes de que el cielo descargara su ira. Y allí, ambos, montura y jinete, esperando, nos dimos cuenta que no alcanzaríamos Pérgamo. Entonces, como se contaría siglos despues en el libro VI del 'Collar de la Paloma', apareció Jassmina, una preciosa muchacha morena que nos tendió su mano y nos ofreció alojamiento. Sin duda era una enviada de Atenea; la que protege. Allí descansamos durante todo el día, para salir temprano de nuevo, bajo el cielo encapotado. Aunque de nuevo Jupiter dejó caer el rayo, y abrió las compuertas de las aguas. Pero esta vez, durante 70 km, tanto mi montura como yo resistimos el envite. Nunca pensé que fuera posible recibir tanta el agua en tan poco tiempo. Durante tres horas y media no supe diferenciar el sudor del babeo del agua del cielo del chapoteo con el que los carros y la propia montura me llenaba. Estaba en juego la ciudad de Pérgamo y no tanto la vana gloria. No éramos Filipides, ni mucho menos. Nuestras capacidades no eran para la guerra sino para la Oratoria y la Retórica. Bajo el diluvio, nos sentimos como Noe, casi supervivientes, y volamos a galope tendido hasta dejar a un lado el Egeo y encaminarnos hacia el interior, ya a cuarenta kilometros de la ciudad. En un gesto ingenuo, solté el puño, en señal de victoria, seguro de que hoy sí que lo conseguiríamos. Un poeta no tiene la experiencia de un guerrero. Fue entonces cuando la montura aflojó el paso; el viento azotaba de frente y apenas podía mantener el paso. Estaba agotada. A un trote ligero nos fuimos acercando, seguros de que lo conseguiríamos si ningun desfallecimiento final lo tiraba todo por la borda. Poco antes de la muralla de Pérgamo, la montura dijo "hasta aquí". Se detuvo, incapaz de seguir. Abrevamos durante unos largos, interminables instantes antes de poder reanudar la marcha, aún temblando de cansancio. Entramos en la tienda del General, donde entregamos el sobre lacrado. Gracias, poeta, dijo el General, trae usted no sólo la letra, sino el verdadero semblante del guerrero. Salimos a las caballerizas. La montura se dejó caer. Acaricié su crin hasta que se quedó dormida, jadeante. Yo me retiré a mi tienda, donde en el mismo grado me sentí agotado y victorioso, empapado y orgulloso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario